viernes, 28 de agosto de 2009

LA EDUCACION EN EL PORFIRIATO
Páginas del Ulises criollo
José Vasconcelos

EN LA ESCUELA
En Piedras Negras prosperaban los negocios. Se construían edificios públicos, se desarrollaba la mecánica en los talleres extranjeros de reparación de locomotoras; abundaban los comercios de lujo, almacenes y joyerías, pero no había una escuela aceptable. Del otro lado, los yanquis no tenían un caudillo napoleónico ni Leyes de Reforma a lo Juárez, sin embargo, acompañaban su progreso material acelerado, de una esmerada atención a la escuela. Libres de la amenaza del militar, los vecinos de Tagle Pass construían casas modernas y cómodas, mientras nosotros, en Piedras Negras, seguíamos viviendo a lo bárbaro. Los mismos mexicanos que lograban reunir algún capital preferían invertirlo del lado norteamericano para ponerlo a salvo de gobiernistas del momento y revolucionarios del futuro. También los temperamentos rebeldes –la levadura mejor del progreso- escapaban cuando podían al lado yanqui, bendito de paz alimentada en libertades públicas.
Nosotros, en busca de escuela, nos trasladamos una temporada a la vecina Eagle Pass o, como decían en casa, con total ignorancia y desdén del idioma extranjero, “El Paso del Águila”.
El río se cruzaba en balsas. Avanzaban éstas por medio de poleas deslizadas sobre un cable tendido de una a otra ribera. A la chalana se entraba con todo y el coche de caballos. Para el tráfico ligero había esquifes de remo. Estando nosotros en Eagle Pass presenciamos la inauguración del puente internacional para peatones y carruajes. Larga estructura metálica de seis o más armaduras, apoyadas en dobles pilastras de hormigón armado. Al centro pasan los carruajes, y por ambos lados andadores de entarimados y barandal de hierro. Los habitantes de las dos ciudades se congregaron cada cual en su propio extremo del nuevo viaducto. Las comitivas oficiales partieron de su territorio para encontrarse a medio río, estrecharse las manos y cortar las cintas simbólicas que rompían barreras y dejaban libre el paso entre las dos naciones. No eran tiempos de espionaje oficial y pasaportes. El tránsito costaba una moneda para la empresa del puente, y los guardas de ambas aduanas se limitaban a revisar los bultos sin inquirir la identidad de los transeúntes. Un sinnúmero de carruajes, algunos enflorados, cruzó en irrupción de visitas recíprocas. El pueblo se mantuvo reservado. Ni los de Piedras Negras pasaron en grupos al “Paso del Aguila” ni los de Eagle Pass se aventuraron a cruzar hacia la tierra de los greasers. En aquella época, cuando bajaba el agua del río, en ocasión de las sequías, que estrechan el cauce, librábanse verdaderos combates a honda entre el populacho de las villas ribereñas. El odio de raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el rencor. Sin motivo y sólo por el grito de greasers o de gringo, solían producirse choques sangrientos.
Mi primera experiencia en la escuela de Eagle Pass fue amarga. Vi niños norteamericanos y mexicanos sentados frente a una maestra cuyo idioma no comprendía. Súbitamente mi vecino más próximo, tejanito bilingüe, dándome un codazo interpela:
-Oye ¡y tú a cuántos de éstos les pegas?-, me quedé sin comprender, pero el otro insiste: -¡le puedes a Jack? –y señala a un muchacho rubicundo.
Después de examinarlo, respondí modestamente que no.
-¡Y a Johnny, y a Bill?
Por fin, irritado de tanta insistencia, contesté al azar que sí.
El señalado era un chico pecoso más o menos de mi estatura. Imaginé que ya no había más que hacer.
Pero luego que salimos al recreo, se formó el ruedo. Se acercaban unos a verme de cerca: otros requirieron mis libros; alguno me dio la mano y varios me empujaron. Entonces mi vecino de banco gritó:
-Éste dice que le pega a Tom…
En seguida nos enfrentaron: marcaron en el suelo una raya entre los dos; el que primero la pisara era el más hombre. Nos lanzamos, no ya a la raya, sino uno sobre otro, y nos pegamos; volvimos a contemplarnos y otra vez a reñir, por fin nos apartaron.
-Bueno –exclamó mi vecino-, puedes quedar, en seguida de éste… -Luego, volviéndose a mí: -A éste le toca el número siete.
Muy extrañado y ofendido, no tuve, sin embargo, más remedio que someterme. Pocas semanas después otro nuevo, un pequeño barrigoncito, que no quiso reñir, fue entre todos zarandeado y cacheteado hasta que lo hicieron llorar. Me indignó el episodio y acentué mi retraimiento. Era yo tímido y triste, pero sujeto a accesos de cólera, que, por lo menos, me salvaban de transigir con lo que ya se me aparecía como una ignominia ambiente.
Por lo demás, me sentía la conciencia entre sombras: me asaltaban miedos angustiosos; me ponía profundamente triste, sin motivo; me quedaba solo, largas horas, hurgando en el interior de mi propia tiniebla. Me sobrecogían temores casi paralizantes, y de pronto se me soltaban impulsos arrojados, frenéticos. Padecía la esclavitud de mis propias decisiones triviales. Cierta vez que mis padres proyectaron un paseo dominical y a última hora lo suspendieron, hice un disgusto casi lúgubre. No acepté ninguna distracción en reemplazo, y me estuve todo el día repitiendo:
-Mamá, dijiste que íbamos… Papá, dijiste que íbamos…
Mi madre, aburrida, dijo por fin:
-Te voy a poner a ti, “dijiste”, “dijiste”; no seas testarudo, vete a jugar.
Y no es que me importara tanto el paseo; me dolía y me desconcertaba el cambio del plan ya convenido. De mi madre heredaba la resistencia a contrariar una resolución ya concertada. Era ella capaz de los mayores sacrificios por llevar adelante cualquier convenio, no tanto por el honor de la palabra empeñada, sino porque la voluntad es temple que se quebranta si no le respetamos sus decisiones. Falta de flexibilidad, comentará alguien; y, en efecto, la vida nos obliga a los cambios; por eso mismo hay que ser muy respetuoso de las resoluciones que libremente adoptamos.
“Cuídate de tomar una decisión, porque en seguida serás su esclavo.” Si alguien me hubiera susurrado al oído este consejo, en mucho se habría aligerado mi carga. Oscuridad, desamparo, terrible pavor y comprensión vanidosa, tal es el resumen emocional de mi infancia.
[…]

EL ESTUDIO
La escuela me había ido ganando lentamente. Ahora no la hubiera cambiado por la mejor diversión. Ni faltaba nunca a clase. Uno de los maestros nos puso expeditos en sumas, restas, multiplicaciones, consumadas en grupo en voz alta, gritando el resultado el primero que lo obtenía. En la misma forma nos ejercitaba en el deletreo o spelling, que constituye disciplina aparte en la lengua inglesa. Periódicamente se celebraban concursos.
Gané uno de nombres geográficos, pero con cierto dolo. Mis colegas norteamericanos fallaban a la hora de deletrear Tenochtitlán y Popocatépetl. Y como protestaran, expuse:
-¡Creen que Washington no me cuesta a mí trabajo?
En todo, la escuela era muy libre y los maestros justicieros. El año que nos tocó una señorita recibí mi primer castigo. No recuerdo por qué falta, se me obligó a extender la mano: en ella cayó un varazo dado con ganas. Sin embargo, sin ira. Una vez azotado se me dijo:
-Ahora, a sentarse.
A poco rato, la misma maestra me hizo alguna pregunta como a los demás; el asunto se había liquidado. Hay algo de noble en un castigo así, severo y honrado. Se paga la falta y se sigue viviendo ya sin carga alguna de remordimiento. Nunca he sido partidario de la blancura de cierta pedagogía posterior que suele convertir al maestro en juguete del niño y al estudiante en censor del catedrático. Un manazo justo en la infancia, una explicación oportuna en el colegio, en la Universidad, producen un efecto de saneamiento, de higiene indispensable de toda labor colectiva. La condición de eficacia está no más en ejercer la autoridad sin odio.
La ecuanimidad de la profesora se hacía patente en las disputas que originaba la historia de Texas… Los mexicanos del curso no éramos muchos, pero sí resueltos. La independencia de Texas y la guerra del cuarenta y siete dividían la clase en campos rivales. Al hablar de mexicanos incluyo a muchos que aun viviendo en Texas y teniendo sus padres la ciudadanía, hacían causa común conmigo por razones de sangre. Y si no hubiesen querido era lo mismo, porque los yanquis los mantienen clasificados. Mexicanos completos no íbamos allí sino por excepción. Durante varios años fui el único permanente. Los temas de clase se discutían democráticamente, limitándose la maestra a dirigir los debates. Constantemente se recordaba El Álamo, la matanza azteca consumada por Santa Anna, en prisioneros de guerra. Nunca me creí obligado a presentar excusas; la patria mexicana debe condenar también la traición miliciana de nuestros generales, asesinos que se emboscan en batalla y después se ensañan con los vencidos, pero cuando se afirmaba en clase que cien yanquis podían hacer correr a mil mexicanos, yo me levantaba a decir:
-Eso no es cierto.
Y peor me irritaba si al hablar de las costumbres de los mexicanos junto con las de los esquimales, algún alumno decía:
-Mexicans are a semi-civilized people.
En mi hogar se afirmaba, al contrario, que los yanquis eran recién venidos a la cultura. Me levantaba, pues, a repetir:
-Tuvimos imprenta antes que vosotros.
Intervenía la maestra aplacándonos y diciendo:
-But look at Joe, he is a mexican, isn’t he civilized?, isn’t he a gentleman?
Por el momento, la observación justiciera restablecía cordialidad. Pero era sólo hasta nueva orden, hasta la próxima lección en que volviéramos a leer en el propio texto frases y juicios que me hacían pedir la palabra para rebatir. Se encendían de nuevo las pasiones. Nos hacíamos señas de reto para la hora de recreo. Al principio me bastaba con estar atento en clase para la defensa verbal. Los otros mexicanos me estimulaban, me apoyaban: durante el asueto se enfrentaban a mis contradictores, se cambiaban puñetazos. Pero la pugna fue creciendo y llegó a personalizarse. Un rubio sanguíneo, agresivo, gringo acabado, la tomó directamente conmigo. La consabida discusión sobre el valor de los mexicanos concluyó con un:
-Eso lo veremos a la salida.
Apenas terminó la lección, nos dirigimos al extremo del llano inmediato a la escuela. Un numeroso grupo nos seguía. Se hizo el corro. Empezamos a pegarnos con saña. Desde el principio llevé la peor parte. Para quitarme de la cara sus puños no hallaba mejor recurso que enlazarme con él, para pretender derribarlo. Lograba él sacudirme: volvíamos al frente a frente y otra vez hasta sacarme sangre de las narices. Perdí la serenidad y empecé a lanzar arañazos, patadas. El otro me castigaba con método. Era costumbre que el vencido exclamase <>; en ese instante se suspendía el combate y los adversarios se estrechaban las manos, como en el ring. Los amigos me gritaban:
-Ríndete, basta.
Pero la ira me hacía olvidar las heridas; no sentía el dolor, aunque me desangraba; por fin vino el maestro a separarnos. Y como no hubo shake hands, quedó pendiente el encuentro. Pero mi estado era lamentable. Escoriaciones, hinchazón, rasguños; de todo había en mi rostro. Al cruzar el puente rumbo a mi casa iba ideando la fábula que urdiría para explicar mi condición. Una caída desde la altura de un barranco. Mi madre me curó, escuchó la historia y la creyó o hizo como que la creía. Pero al llegar mi padre se armó el escándalo… “Seguramente se trataba de uno más grande que yo…; era una salvajada, cómo me habían puesto; reclamaría, acudiría al Consulado… no volvería a la escuela.”
En la mañana siguiente, sin embargo, nadie me dijo “no vayas”. Tomé solo el rumbo de siempre. La comida del mediodía solíamos llevarla en la mochila de los libros, y a pleno campo, solos o en grupos, devorábamos los sándwiches, los huevos duros, la fruta. A esa hora no había riñas; todas se aplazaban para el atardecer. Y mientras comía rumiando con el pan la amargura de mi derrota de la víspera, se me acercó un condiscípulo mexicano, de los nacidos y criados a orillas del río.
-Toma –me dijo, enseñándome una potente navaja-; te la presto. Estos gringos le tienen miedo al “fierro”. Guárdala para la tarde.
Volvimos al aula. La maestra eludió gentilmente toda referencia al tema de la discusión enojosa. La clase volvió a sentirse alegre, distraída en sus asuntos. Yo acariciaba dentro de la bolsa del pantalón aquel instrumento que en ocasiones me había servido para cortar madera, para afirmar las “horquetas” con que se cazan a liga los pájaros.
Al salir de clase, Jim, mi vencedor, se planteó ante su grupo. Yo me acerqué con los míos. Le hice una seña, invitándole a pelear, a la vez que exhibía en la mano derecha y abierta la hoja, la navaja del compatriota.
-No: así no –dijo Jim.
-Busca tú otra –le dije.
-No; así no. Joe… Si quieres, como ayer
-No, como ayer no; como ahora.
-Ya ves, ya ves –me dijo mi aliado acercándose a recoger su instrumento-; cómprate una… que sepan que siempre la traes conmigo, y no te volverán a molestar estos gringos…
Fue una fortuna que así lograra hacerme respetar, porque las clases me fascinaban. Aparte los libros que se nos daban a leer, con frecuencia se hacían lecturas comentadas. Uno de los libros que me removió el interés fue el titulado the Fair God, “El Dios Blanco, el Dios Hermoso”, una especie de novela a propósito de la llegada de los españoles para la conquista de México… Y era singular que aquellos norteamericanos, tan celosos del privilegio de su casta blanca, tratándose de México siempre simpatizaban con los indios, nunca con los españoles. La tesis del español bárbaro y el indio noble no sólo se daba en las escuelas de México; también en las yanquis. No sospechaba, por supuesto, entonces, que nuestros propios textos no eran otra cosa que una paráfrasis de los textos yanquis y un instrumento de penetración de la nueva influencia.

La he recordado siempre. Una de las más fuertes sacudidas espirituales de mi infancia: la Iliada, con notas y explicaciones al verso inglés. Me la presentaron. Esforzándome para traducirla, captaba, no obstante la maraña bilingüe, la acción maravillosa, el río de elocuencia del inmortal poeta.
El alumno que presentaba una composition acerca del libro leído tenía derecho a otro préstamo. Cortas se me hacían las horas empleadas en borronear unas notas para pedir otro libro, raro artificio de recreación de sucesos maravillosos pretéritos.
[…]

LA LECTURA
Mi pasión de entonces era la lectura, y me poseía con avidez. Devoraba lo que en la escuela nos daban y cada año nos ampliaban el círculo de clásicos ingleses y norteamericanos. Leía por mi cuenta en la casa todos los libros hallados a mano. Acogido al umbral de mi puerta, frente a la calle arenosa, todavía sin pavimento, pero ya de bombilla eléctrica en lo alto de un poste, recapacitaba una noche sobre mi saber, y al consumar el recuento de libros leídos pensaba: “ningún niño en los dos pueblos ha leído tanto como yo.” Tal vez entre los niños de la capital habría alguno que hubiese leído igual; pero de todas maneras, era evidente que estaba yo llamado a manejar ideas.
Sería uno a quien se consulta y a quien se sigue.
Antes que la lujuria conocí la soberbia. A los diez años ya me sentía solo y único y llamado a guiar.
Mi salud no correspondía a mis ambiciones; me hallaba condenado a las cucharadas de hígado de bacalao. Ciertas recaídas febriles nos recordaban que el paludismo infantil no se había extinguido. Con frecuencia padecía jaquecas. Era ésta una afección familiar; la padecía mi madre, la padecían mis hermanas. Las atribuíamos a debilidad; para curarlas nos daban ración doble y el dolor nos volvía locos. Nunca hacía cama ni faltaba a la escuela; pero rara vez me sentía con vigor pleno. Sin embargo, la enfermedad no nos preocupaba.
-Domínala, olvídala –aconsejaba mi madre.
Mi pasión de viajero por el mundo del conocimiento no conocía preferencias. Imaginaba misterios mágicos en la tabla de Pitágoras. Las lecciones orales de geografía con mapas de ríos, de montañas y relatos etnográficos equivalían a la más amena literatura. Libertad de imaginación y disciplina para estimar sus resultados, precisión y aseo en la faena; todo esto exigía la humilde escuela texana de los remotos años del 94.
El afán de protegerme contra la absorción por parte de la cultura extraña acentuó en mis padres el propósito de familiarizarme con las cosas de mi nación; obras extensas como el México a Través de los Siglos y la Geografía y los Atlas de García Cubas estuvieron en mis manos desde pequeño. Ninguno de los aspectos de lo mexicano falta en esta segunda obra admirable. Ninguna editorial española produjo nada comprable al García Cubas, hoy agotado. El Atlas histórico es, además, una joya de litografía a colores. La carta etnográfica detalla las razas anteriores a la Conquista, con los sitios de su ubicación, sus trabajos y sus fiestas. El mapa arquitectónico reproduce las principales catedrales y monumentos de la Colonia, desde el Santo Domingo de Oaxaca hasta las catedrales de Durango y Chihuahua.
Enseña también el García Cubas, gráficamente, el desastre de nuestra historia independiente. Describe las expediciones de Cortés hasta La Paz, en la Baja California; las de Albuquerque por Nuevo México y la cadena de Misiones que llegaron hasta encontrarse con las avanzadas rusas, más allá de San Francisco. Señala en seguida las pérdidas sucesivas. Un patriotismo desviado proclamaba como victoria inaudita nuestra emancipación de España, pero era evidente que se consumó por desintegración, no por creación. Las cartas geográficas abrían los ojos, revelaban no sólo nuestra debilidad, sino también la de España, expulsada de la Florida. Media nación sacrificada y millones de mexicanos suplantados por el extranjero en su propio territorio, tal era el resultado del Gobierno militarista de los Guerrero y los Santa Anna y los Porfirio Díaz. Con todo, llegaba el quince de septiembre y a gritar, junto con Juárez, agente al fin y al cabo de la penetración sajona. La evidencia más irritante la da el mapa de la cesión del Gila, consumada por diez millones de pesos, que Santa Anna se jugó a los gallos o gastó en uniformes para los verdugos que desfilan en las ceremonias patrias. En vez de una frontera natural, una línea en el desierto que por sí sola nos obliga a concesiones futuras, pues compromete la cuenca del Colorado. Por encima de los mentirosos compendios de historia patria, los mapas de García Cubas demostraban los estragos del caudillaje militarista.
El episodio de Su alteza Serenísima Santa Anna rindiéndose a un sargento yanqui nos era restregado en la clase de Historia texana, y un dolor mezclado de vergüenza enturbiada el placer de hojear nuestro Atlas querido. Mientras nosotros, ufanos de la “Independencia y de la Reforma”, olvidábamos el pasado glorioso, los yanquis, viendo claras las cosas, decían en nuestra escuela de Eagle Pass: When Mexico was the largest nation of the continent… frente al mapa antiguo, y después sin comentarios: Present Mexico.
Mi padre no aceptaba ni siquiera que ahora fuésemos inferiores al yanqui.
-Es que los fronterizos no conocen el interior ni la capital…
Se van a gastar su dinero a San Antonio… Ven allí casas muy altas… Yo las prefiero bajas para no subir tanta escalera…
No niego que nos han traído ferrocarriles, pero eso no quita que sean unos bárbaros… Nos han ganado porque son muchos.
Yo, interiormente, pensaba: “Es que a mí me han pegado y fue uno solo…” No: cobardes no eran… Bárbaros, quizá; en esto mi madre también estaba de acuerdo. Sus ideas sobre la cultura del Norte casi no habían cambiado desde que tomó unos apuntes en su escuela particular de Tlaxiaco. Escritos en papel amarillento, los revisé poco después de su muerte. “Al Sur de México, decían está Guatemala, nación que en cierto modo estuvo unida a la nuestra, y al Norte habitaban unos hombres rudos y pelirrojos que suben los pies a la mesa cuando se sientan a conversar y profesan todos la herejía protestante.”
El prejuicio patriótico cegaba a mi padre. Mi madre tenía motivos más hondos para desconfiar del progreso del Norte; los yanquis eran protestantes y el verme obligado a tratarlos extremaba su afán de arraigar en mí la fe católica. Su pequeña biblioteca ambulante contenía los dramas de Calderón en cantos dorados, un Balmes, un San Agustín y un volumen de Tertuliano. De este último me leía trozos polémicos. Alguna vez mi hizo leerle La vida es sueño; pero el libro preferido de nuestras veladas de Piedras Negras era la Historia de Jesucristo, de Louis Veuillot, con láminas a colores. El pasaje que entonces ponía reflexiva a mi madre era el corro de los doctores. Ya no le preocupaba la posibilidad de mi pérdida física, como en los tiempos angustiosos del Sásabe; pero ahora estaba atenta al peligro del alma, lanzada ocho horas al día entre herejes de escuela extranjera. Interpretando el pasaje de la disputa con los doctores, mi madre afirmaba que un niño cualquiera, si poseía el tesoro de la doctrina verdadera, podía poner en confusión a los sabios.
Nuestra escuela de Eagle Pass era sinceramente democrática y trataba la religión con simpatía respetuosa. Discípulos y maestros acudían el domingo cada cual a su iglesia. Pero mi madre temía esa especie de saturación de ambiente que crea cada doctrina, y me acorazaba contra el peligro de lo protestante.
Reforzaba no sólo la teoría, también la práctica. Aparte de la misa en domingo y fiestas de guardar, además de la confesión y comunión por cuaresma y otras solemnidades y añadido a las oraciones de la mañana y de la noche, cada tarde al oscurecer nos reunía, sin excepción de los criados, para el rezo del rosario. Primero el padrenuestro en coro…
-Dílo bien, pronuncia claro: Padrenuestro…- Luego las avemarías prolongadas en los cinco misterios. –Por tu hijo suplicámoste, Señora, que nos des un corazón limpio y puro. Dios te salve, María… que se alumbren las tinieblas de nuestras almas…-. Según el rezo avanzaba, crecía el fervor, lasavemarías alcanzaban acentos de triunfo:
-Abrid, Señor, mis labios, y mi lengua cantará vuestras alabanzas…
Y como si el soplo celeste plasmase, por fin, en su forma adecuada, llegando a la letanía se entonaban alabanzas latinas. Mater dolorosa, mater misericordis, regugium pecatorum, turris eburnea, Stella matutina. Cada vez respondíamos: Ora pro nobis.Por el aburrimiento y el olvido, por las rodillas que dolían de estar hincadas… Ora pro nobis. También sabíamos que el ardiente amor que nos envolvía en su llama solía lanzar el castigo de un cuartazo o de un pellizco, si por fatiga inoportuna alguien se permitía un retozo o cabezada de sueño. Cierta dureza acompaña siempre a la pasión, y mi madre se desesperaba si advertía frialdad, indiferencia en los suyos, para asuntos que estimaba supremos. En mis reflexiones más íntimas yo compartía sus preferencias. El patriotismo y la historia, bien vistos, eran vicisitudes secundarias de los pueblos. Las playas que cuentan, pensaba, no son las del Golfo de México ni las del Mar de Cortés, sino aquellas del Norte de África, en que el angelito se apareció a San Agustín para disuadirlo del empeño de explicar los misterios de la fe. Cogía en su cántaro agua del mar y la echaba en un pequeño agujero.
-¡Qué haces? –preguntó el santo.
-Lo mismo que tú –replicó el ángel-; estoy echando el mar en este agujero.
-Mamá: ¡qué es un filósofo? –indagaba yo; y ella, lacónica como el catecismo, respondía:
-Filósofo es el que se atiene a las luces de la razón para indagar la verdad. Sofista es el que defiende lo falso, por interés o por simple soberbia y ufanía.
La palabra filósofo me sonaba cargada de complacencia y misterio. Yo quería ser un filósofo. ¿Cuándo llegaría a ser un filósofo?
[…]

EL INSTITUTO CAMPECHANO
Ocupa el local de un antiguo convento, anexo a una iglesia, de torre barroca y portada en blanco y azul. Un moho de humedad mancha el encalado del doble piso con balcones. El patio lo cierran arcadas de cantería y sus baldosas están verdes de lama. Contiene la planta baja el gimnasio, la biblioteca y algunas aulas.
Arriba, contra los muros del corredor, había unas bancas destinadas al ocio. En lo alto de la pared, unos pergaminos en sus marcos recuerdan la hazaña de los alumnos del primer premio. Una puerta conduce al salón de actos decorado de cortinas en terciopelo carmesí, sobre los balcones de la calle y en el dosel que ocupa el fondo. En otro extremo la Rectoría, el gabinete de Física y, en torno, las aulas. Modesto y reducido el plantel, no daba la impresión de abandono del Instituto toluqueño. Se veía animado de alumnos y bien cuidado en sus distintos servicios.
Al principio, la institución me rechazó. Mis papeles no iban en regla; faltaban cinco meses para los exámenes, debía yo ir a la primaria superior, establecida en la acera de enfrente, para refrendar en ella mis estudios y poder ingresar al colegio en el próximo curso. Aunque es usual olvidar los dolores y guardar memoria únicamente de las alegrías, hay contrariedades que se recuerdan toda la vida. Me condenaban a un año de atraso. Mis padres insinuaron que había que someterse y esto acabó de obstinarme. Casi ni comía ni dormía y les amargaba el reposo. Hablé inclusive de que me mandaran a la capital para iniciar allí mis estudios definitivos. Se trataba de mi porvenir; no había ido a provincia para ser rebajado de categoría… ¡qué se creían los del Instituto!, etc., etc. Y así fastidié horas y días. En el pecho se me clavaba un dolor y en la garganta una congoja y en la vista me cegaba una sombra. Tanto angustiaron mis quejas que mi padre movió desconocidos y amigos hasta lograr que me admitiesen de oyente, de supernumerario, pero no con derecho al examen de doble tiempo que se imponía a los extraños.
En Campeche comencé a asistir a cátedras especializadas. Los profesores eran, en general, superiores a todo lo que antes había conocido. Reclutados entre los profesionistas distinguidos de la localidad, cada uno trabajaba por afición, ya que el sueldo era mísero. No pocos prestaban sus servicios gratuitamente, según tradición honrosa de amor a la cultura y servicio de la localidad. Sin tan patriótica decisión de los particulares, el Estado, siempre en bancarrota, no habría podido remplazar a las comunidades en el servicio de la enseñanza secundaria que les arrebatara en la Reforma.
En el colegio campechano, además, y por lo mismo que no había de por medio gajes oficiales ni partidarismo político, no existía la pasión jacobinizante y anticatólica del Instituto de la Toluca helada. Los de Campeche, fáciles de trato, “campechanos”, no eran para estarse cultivando rencores ni de religión ni de política. Inclinados a la buena vida, despreocupados, bromistas, poetas más bien que teorizantes, ponían más orgullo en un buen decir que en el dogma creyente o laicista. Por ejemplo: nuestro profesor de Gramática, apellidado Aznar, abogado, poeta y lechuguino, redactaba con énfasis largos párrafos del texto de otro Aznar yucateco, pariente suyo: “No acierto a comprender”, etc., etc. El “no acierto” me dejaba impresión de elegancia retórica.
Don Joaquín Maury se llamaba, si mal no recuerdo, el catedrático de Historia Antigua y de Grecia. Al texto francés de Duruy agregaba unas notas de geografía antigua con mapas a pluma y léxico erudito; el Ponto Euxino y el Helesponto, el Quersoneso y la Tracia. De una gramática latino-francesa y del Nebrija, copiábamos los ejercicios del rosa, rosae, rosam. Según mis recuerdos, nunca pasamos, ni en el segundo año, de la primera conjugación, amabo, amabis, amabit. El estudio se nos hacía pesado porque casi no traducíamos, y sólo se nos exigía de memoria el recitado de los casos y las conjugaciones.
En general, se abusaba de nuestra memoria y lo atribuía yo al atraso del plantel, infatuado como estaba por mi experiencia modernizante de la escuela de Eagle Pass. En esta última, la memoria quedaba circunscrita a la aritmética y el deletreo. Y aun en estas disciplinas se procuraba desarrollar la destreza más bien que la retentiva. A pesar, pues, de mi mala memoria y de mi resistencia, logré grabarme en la mente ciertos conocimientos útiles como las conjugaciones francesas. J’ai, tu as, il a, y la sintaxis de la y, con párrafos del Telémaco: Calipso ne pouvail se consoler du départ d’Ulysse, etc., etc. No éramos capaces de dialogar un minuto en francés, pero repetíamos versos y tiradas de prosa pronunciando a la manera de Carcassone, oú toutes les letras sonnent, y, peor aún, conforme a nuestra nativa prosodia castellana, modificada apenas con una que otra regla no muy fija como la de que ai suena e y por lo mismo se dice pen para pedir pan, aunque luego resulta que en París pronuncian pan.

En la clase de geografía estalló mi protesta. Bien estaba que en latín o en gramática se nos recargase la memoria; por lo menos, yo no conocía otro sistema; pero en geografía, magistralmente enseñada en Eagle Pass, no me sentía sumiso. Me agobiaba tener que repetir la lista de los nombres de los departamentos de Francia: Sena; Sena y Oise; Sena y Marne, ochenta y tantos títulos castellanizados por nosotros, es verdad, pero no por eso menos inútiles. Lo dije así en clase negándome a dar la lección. Quise aducir razones para mi negativa, pero el profesor se irritó echándome un regaño de esos que hacen época en un curso. Se llamaba el profesor don Evaristo Díaz, y aunque mucho más tarde había de encontrar en él un afectuoso y desinteresado amigo, por aquel entonces se me convirtió en obsesión. Por muy injusto que haya sido su reproche, reconozco el bien que me hizo llamándome pedante, por que lo era. Humillado, pero advertido del peligro, decía; <”perderé más tiempo aún, ya no sólo en la clase de don Evaristo, sino también en la de historia, en la que nos exigían la lista de los reyes de Francia y de los emperadores aztecas, con la dinastía tlaxcalteca de Nezahualcóyotl.” Por fortuna, olvidamos todo eso en el instante de concluir el examen. Lo que procuré retener con precisión, por desgracia, corrió igual suerte de olvido: los personajes y los episodios de la mitología griega. Más interesantes, sin duda, que la genealogía de los Capetos y los Luises, hacen falta para leer a Homero. Y menos mal que comprendía nuestro curso de historia griega un texto francés de mitología. Aparte de que el Telémaco, texto obligado de la clase de francés, nos exigía repasar la epopeya helénica; sin embargo, nunca me sentí harto de meditar los sentidos y pormenores del mito. El santuario del Instituto era la biblioteca. Entraba a ella con emoción parecida a la que me producían las iglesias. El relente de los viejos infolios sugería el incienso, y la manera de ensanchar el alma con los libros se parecía al despliegue de la oración. No era muy grande la sala, pero sí acogedora. Una estantería de madera de zapote, morena y olorosa, cubría casi las paredes y encerraba pergaminos que fueron de conventos y volúmenes de pasta francesa adquiridos por la dirección. En algunos tableros sin estante y en el friso había figuras en honor de la Ciencia. Según recuerdo, una Astronomía, grave matrona con su astrolabio. Una turgente Geometría, armada de compás y en los festones, letreros alusivos al sistema de Copérnico, al principio de Lavoisier. Equivalía aquello a las imágenes que dan vida a los templos. Desde entonces me quedó la idea de hacer, alguna vez, una biblioteca más grande según el mismo plan. El derecho de usar de aquella biblioteca fue para mí don mayor que el de asistencia a las clases. Nunca había tenido a mi alcance tal número de libros. Lo leía todo con la avidez del que va adquiriendo un vicio que subyuga. Un asunto que me llevaba a otro. El conocimiento del francés escrito era como haber obtenido el sésamo de nuevos mundos del espíritu. Me cayó en las manos una historia de la astronomía, desde los caldeos y Tolomeo hasta Leverrier y el descubrimiento de Neptuno. De allí pasé a hojear volúmenes de astrología y de magia. No me interesaba la técnica de cada ciencia, sino las conclusiones en cada caso alcanzadas. Por ejemplo: a la astronomía le hubiera pedido exclusivamente que me explicase los prodigios de la estrella de los Reyes y a la física el mandato que partió en dos el Mar Rojo. Desde entonces buscaba en la ciencia, no la tesis abstracta ni la receta del práctico, sino el testimonio y camino de la verdad total concreta y viviente. Con la terminación de los exámenes y tranquilizado por un éxito fácil, pude aumentar las horas destinadas a la lectura. Por lo común pasaba las mañanas encerrado en la biblioteca. La tarde calurosa se dedicaba a la siesta y el baño. Por la noche, mientras mi madre atendía a preparar la cena en la cocina misma, donde auxiliaba a la criada, le hacía yo el relato de lo leído en el día o le leía en voz alta algún volumen. No sé si por accidente y curiosidad o por indicaciones suyas revisé obras tan abstractas como los dos volúmenes de Augusto Nicolás, sobre la Inmaculada Concepción: pero con ella leía mis clásicos escolares. Traduciéndole de una edición inglesa, la informé de Hamlet y de Lady Macbeth. Aparte de uno que otro de Calderón y de Lope, o Moratín, no había leído ella otros dramas; pero Shakespeare le desagradaba. -Es muy feo eso de que todos acaban matándose –comentaba. Regía mis lecturas el azar de los hallazgos en la Biblioteca, pero también me orientaban los diálogos que sobre toda clase de materias sostenía con mi madre. Cuando me quedé solo poco tiempo después, mi afición de lector decayó tanto que no escapé ni a las aventuras de un Rider Haggard ni al propio Ponson du Terrail. En cambio, al lado suyo mantuve un nivel de lector elevado y asiduo. Y fue ella quien puso en mis manos el acontecimiento libresco de todo aquel período de mi vida: El genio del cristianismo, de Chateaubriand. Para tomar reposo en la ardiente polémica, leíamos Los mártires, Atala, René y El último Abencerraje. Adquirimos así aun Los Natches, que no llegué a leer. Pero al Genio del Cristianismo volvíamos como a un leit motiv. Después he comprendido que, viéndome leerlo, mi madre se tranquilizaba. No podía evitar que me ganara el ambiente incrédulo y afirmaba mi creencia volviéndola combativa en previsión de los riesgos que no tardarían en presentarse.
Por lo pronto, el intelectualismo de Campeche era indiferente más bien que irreligioso. Los profesores del Instituto toluqueño se hubieran sentido deshonrados si alguien los hubiese visto en misa. Muchos profesores del Instituto campechano iban el domingo a la Catedral, pero se quedaban casi siempre a la puerta, para ver salir a las señoras. Y habrían sido incapaces de interesarse por una disputa teológica. Sus preocupaciones mentales no iban más allá de la frase galana y la ironía. Sus ambiciones no sobrepasaban el deseo de bienestar y la sensualidad.
[…]

LAS STEGER
Mis hermanas asistían a la Academia de las señoritas Steger, Francoalsacianas, emigradas por el setenta, muy jóvenes llegaron a Campeche con el padre, que les creó un pequeño haber. Al quedar huérfanas abrieron un colegio de enseñanza general, idiomas y música. La mayor, Clarita, fungía de directora de la Academia, a la vez que regenteaba un establo propio que vendía la mejor leche del puerto. Las Steger enseñaban a sus alumnas modales a la francesa, uso de guantes y polvos y recitaciones de versos en francés. Profesores auxiliares enseñaban castellano y matemáticas. Clarita daba las clases de música, Y como el Estado, después de cerrar los colegios, no sostenía ni uno sólo para la educación femenina, las francesitas ejercían monopolio.
Cuando los del Instituto pasábamos frente a la Academia de las Steger, el corazón nos palpitaba de prisa. A través de las ventanas abiertas de par en par según el uso discreto inevitable de la tierra caliente, veíamos rostros de rosa inclinados en los pupitres o faldas claras fugaces en los juegos del patio interior. Ninguna me atraía de un modo especial, y rara vez prolongué la contemplación; porque ya me seducían las mujeres hechas más bien que las chiquillas.
Por mis hermanas supimos la vida y milagros de las Steger. Mi madre solía visitarlas y yo las veía cada domingo en la misa. Clarita la mayor me parecía muy guapa, con sus trajes ceñidos color de rosa y sombreros de ala ancha, de playa; redondas y largas caderas, delicado el porte, casi una de esas heroínas de la literatura en que Sofía me iniciaba. La más joven se llamaba Antonieta, hermosa de proporciones, pero con un defecto en el labio. Había otra o no sé si otras dos, y todas gozaban de reputación intachable y estimación sin reservas. “Que te enseñen a pronunciar la U francesa”, decía yo a mis hermanas. En el instituto nadie acertaba y codiciábamos la dicción exacta de una lengua que empezábamos a dominar por escrito. Salimos todos de Campeche sin sospechar que, pocos años después, un parentesco inesperado nos ligaría con las Steger.

DIVAGACIONES Y EXÁMENES
Mi madre nunca puso el menor reparo a la influencia que me llegaba de la casa del Rector. Al contrario, compartía con frecuencia las lecturas aconsejadas por Sofía. Y cuando estaba ocupada, me decía: “léelo tú y luego me cuentas” leía yo la novela o el libro y le hacía relatos más o menos compendiados. Ella seguíalos con interés que me parecía perfecto, manteniéndose al tanto de cada una de mis preocupaciones.
A pesar del mar y los raros paseos campestres, mi vida era libresca o de problemas. Advertía ella duplicado en mí su natural reflexivo y grave. Rara vez me dedicó alguna caricia, pero estaba tan en mí que yo me sentía su proyección. Mi padre, que era efusivo y dado a expresarlo, le reprochaba una tarde su gravedad que sólo por momentos en la discusión solía convertirse en acaloramiento. Estrechándola en sus brazos, mi padre le dijo: “Ya sé que serías capaz de dar la vida por mí, pero nunca me abrazas; pareces distante, no seas tan seria.” Aun con nosotros se portaba fría en apariencia; en realidad, su afecto, como una llama siempre encendida, no necesitaba tocar para manifestarse. Y parecía que nos tuviese en cuerpo dentro de su reflexión, aunque el alma suya fuese una lejanía serena y dulce. ¡Tan cerca de mí, interiormente, nadie ha llegado a estarlo!
Con frecuencia hablábamos de mi futuro. No preocupaba determinarme la vocación. Me dejaba vivir libre a condición de tenerme siempre activo. “Lee de todo, conócelo todo; después serás lo que tú quieras; querer es poder y el hombre hace su destino, a diferencia de la mujer cuyo destino se resuelve en el matrimonio”.
Conocerlo todo, ensayar de todo; pero los hilos de esta trama aparentemente compleja enlazaban en torno de un eje inmutable, la fe católica, apostólica, romana. Todo sería legítimo, excusable, perdonable o laudable, con tal de que no me apartase un ápice del dogma riguroso de la Iglesia.
Salvar el alma, y el destino echarlo a los dados.”Podrá irte bien, podrá irte mal; nunca escaparás al hecho de que esto es un valle de lágrimas. Para salir de él no hay otra puerta que la estrecha de la fe.” ¿la doctrina de las obras? Excelente; pero aun para amar y servir al prójimo era menester hacerlo, no por el prójimo, sino por el amor superior de Dios. Nada valen las mayores obras en beneficio del prójimo si no se cumplen en estado de amor a Dios.
Así de precisa era su doctrina; y cuando me oía hablar de filosofía se interesaba tan sólo en la medida en que pudieran confirmarme la evidencia de la suprema realidad. Sencilla y terrible la realidad del vivir. El drama de la pasión había que vivirlo cada uno en su destino. Fe, esperanza y caridad, pero primero fe.
Ni confusa ni trágica, la tarea del vivir era simplemente un empeño victorioso sobre el mal en su trilogía: el mundo, el demonio, la carne. Para librar la batalla era menester lanzarse a la prueba con alegría. Era una dicha sentir por delante tantas horas, tantos días de aprendizaje, contemplación y goce.
La muerte se me presentaba distante y parecida a un vuelo; mi madre no la temía; yo ni siquiera la meditaba. Si por acaso pensaba en ella, me venía a la memoria el poema de Gutiérrez Nájera, en boga entonces; lo escuchaba mi madre sonriendo:

Quiero morir cuando decline el día,
En alta mar y con la cara al cielo;
Donde parezca un sueño la agonía,
Y el alma un ave que remonta el vuelo.

La obra de la muerte se perdía en una lontananza, gemela del confín en que se pierden las velas diminutas de los pescadores, desde el observatorio de nuestro balcón.
Por ahora interesaba la vida con sus episodios emocionantes. Se acercaban los exámenes y con ellos concluía mi último año del Instituto campechano. El clima nos obligaba a partir. En la pared de los corredores del colegio releía los pergaminos con los nombres de los primeros premios de cada curso. Aunque mi ambición era ser astro en la constelación mayor de la Preparatoria de la capital, no quería irme sin dejar huella. Me preocupaba asegurar el primer premio de aquel año. Mis últimos meses los embargó el estudio. De tanto meterse en lecturas, el sueño mismo parece prolongar la inmersión en las profundidades de lo irreal. En el sueño se nos resuelven problemas que no atina a organizar el día. Junto con las inquietudes del aprendizaje, me sobresaltaba la proximidad de un nuevo cambio en nuestra vida familiar. Vendrían ausencias, dolores; sin embargo, el porvenir en definitiva tendría que resolverse como uno de esos sueños en que el esfuerzo concentrado en el vientre nos levanta del suelo y nos pone a volar con los pies de propulsores y los brazos de remos, siempre por encima de los abismos y del riesgo. En el vagar de los sueños recaía en Piedras Negras, pero de paso, igual que un visitante que se siente extraño, pues todo había cambiado, y yo tornaba a alzarse en el viento, llevando a rastras el peso del cuerpo, ya nadando poderosamente en las aguas, ya suspendiéndolo en el aire para avanzar.
En el curso ya se sabía que el primer premio estaba ente Lino Gómez y yo. Más aún: se admitía generalmente, y lo reconocía el propio Lino, que yo le aventajaba en probabilidades. Y si perdí no fue por exceso de confianza, sino por obra del reglamento. En las clases principales, cómodamente aseguraba la primacía, pero era requisito añadir a las pruebas teóricas algún conocimiento práctico. El ejemplo de Norteamérica nos obligaba a transformar nuestra cultura de ideas en una civilización de manos y manufacturas. Mi madre me había estimulado a aprender la encuadernación, y tenía en casa un pequeño taller de donde sacamos algunas pastas en percalina. Para dorar los lomos, la plancha de planchar. Además, podía presentarme como intérprete y traductor. Gané en cierta ocasión mis primeros cinco pesos traduciendo unas guías de mercancías procedentes de Estados Unidos. Guardaba mi madre estos cinco pesos para comprarse con ellos sus primeros anteojos, tan pronto como pasase por la capital. Gozaba yo con la idea de que el primer oro conquistado por mi esfuerzo se volvería un aro con cristal que aumentaba el poder de sus ojos clarividentes. Pero ninguna de estas pruebas era para ser tenida en cuenta en la escuela. Lo que allí deseaban por el momento era crear la banda de música del Instituto. Y se otorgaban no sé qué tantos puntos suplementarios a los alumnos ejecutantes.
Desde el primer año del Instituto nos habían dado lecciones de solfeo, cantado y escrito. Mi voz deplorable nunca lograba igualarse a los tonos; en cambio, la teoría musical me interesó extraordinariamente. Pronto dominé la técnica de las llaves de sol y de fa. Escribí bastantes ejercicios sobre la pauta y creí penetrarme del papel que desempeñaban las notas y los bemoles. Inclusive tratados de composición me puse a hojear en la biblioteca.
Entre tanto, Gómez, mi colega rival, se aplicaba en la escoleta a los ejercicios de pistón. Y obtuvo en música la clasificación máxima, quedándome yo con un decoroso “Bien”, a pesar de tan prolijos estudios. A la hora del cómputo de puntos, el descenso sufrido en música me quitó el derecho a primer premio, que con toda justicia fue a dar a manos de Lino, otorgándoseme a mí <>.

Y no quedó ni nombre grabado en los pergaminos de la inmortalidad campechana. Únicamente saqué un diploma con dorados y un paquete de libros. Consumó la entrega el gobernador, desde el estrado del Salón de Actos del Colegio, rebosante ese día de familias y alumnos que aplauden.
Agobiado del sol que esplendía afuera y de la gloria que acababa de recoger a la vista de mis familiares, regresé a casa urgido por destripar el bulto de libros, que contenía las Vidas paralelas, de Plutarco, la Historia universal, de Duruy, en cinco pequeños tomos, y no sé qué más.
Durante varias noches se prolongó entonces el placer vivo de acompañar a Alejandro por rutas de Persia, combinando el orgullo del descubridor con las satisfacciones del capitán.
Lo que más me conmovió de Julio César fue la inquietud que le hacía llorar porque corrían los años, se hacía viejo y no había consumado una sola acción ilustre. ¿Acaso no estaba yo también perdiendo mi tiempo en aquel oscuro rincón de provincia? ¿Iba a ser eso mi vida, pasar cursos, sacar premios y llegar de viejo a ser otro don Patricio, pongo por caso, y en el mejor de los casos? No, por fortuna allá estaba enfrente el mar que le libertaría. El mar es abismo, pero también es ruta y es destino. Y mientras sonaba la hora del cambio, lloraba el conflicto fascinante y trágico de Juliano el Apóstata.
[…]Tomado de José Vasconcelos, Ulises criollo, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 24-27,

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