La unidad nacional
Las consecuencias de la segunda Guerra Mundial obligaron a México a modificar su proyecto de desarrollo. Se inició el periodo de sustitución de importaciones, el crecimiento económico sostenido, la generación de empleos, migración creciente hacia las ciudades y un alineamiento con los aliados en contra del eje Roma-Berlín-Tokio. En la política, la institución presidencial remplazaba a la figura del caudillo y de la exacerbación de la lucha de clases se pasaba a la reconciliación nacional. La educación socialista, que destacaba el reconocimiento de esa lucha y reivindicaba a los sectores populares, resultó disfuncional a la nueva situación. Por la vía de los hechos, más que por las reformas a la Constitución, la prescripción socialista dejó de tener vigencia.
Sin embargo, la reforma tenía que hacerse para consolidar el proyecto de la unidad nacional, que ponía el acento en la concordia y la armonía sociales por encima de aquel que insistía en la lucha de clases. Se necesitaba impulsar la idea de que lo fundamental era identificarse con la nación, ser mexicano debía ser un valor superior a ser obrero o campesino. La afiliación por clase social –o etnia- pasaba a segundo lugar. La unidad nacional reclamaba del concurso de todos bajo un mismo techo. El ideólogo y promotor de este proyecto, Jaime Torres Bodet, no era un político profesional (aunque después sí lo fue) ni un teórico del Estado, era un poeta que llegó a ocupar el cargo de secretario de Educación Pública cuando los políticos profesionales habían fracaso en el intento por desmantelar la educación socialista u organizar las tareas de la SEP.
En contraste con los intensos debates del Congreso Constituyente o de las polémicas de 1933 y 1934, la reforma siguiente al artículo 3º. fue más palaciega que parlamentaria. No obstante logró asentar un consenso amplio y, se puede asegurar sin muchos riesgos, consolidó los cimientos del actual Sistema educativo nacional (SEM) Jaime Torres Bodet inspiró el cambio constitucional por varios motivos. Primero, porque la educación socialista era una expresión demagógica; segundo, por el dogmatismo que implicaba la noción del conocimiento exacto y, tercero, por convicción personal de que educación socialista, tal como rezaba el texto del artículo 3º., no se impartía en ninguna parte de la República. Además, como uno de los más decididos patrocinadores de la creación de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés), Torres Bodet, en representación de México, había insistido en que la educación debía inculcar en los niños valores tales como la libertad, la justicia y la democracia. 15
De acuerdo con el mismo Torres Bodet, la reforma, sin embargo, no fue impuesta arbitrariamente por el gobierno. Él personalmente y también el presidente Ávila Camacho, hicieron consultas con representantes de fuerzas políticas y sociales y coincidieron en algunas cuestiones importantes para asegurar un consenso básico a su proyecto. El propio Torres Bodet consultó con el ex secretario de Educación Pública, Narciso Bassols, quien aparentemente fue el redactor final del texto de 1934, quien se opuso a que se derogara la educación socialista, mas el acento lo puso en mantener a la Iglesia católica fuera de la educación. La iniciativa respetó ese punto y redundó en la libertad de creencias ya establecida en el artículo 24. De Lombardo Toledano se aceptó la idea de definir a la democracia como un régimen que persigue el mejoramiento material y cultural del pueblo y que la educación se debía basar en el progreso científico. Puntos que se asentaron en la Constitución. De un grupo de dirigentes del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), sucesor del PNR), el presidente aceptó la redacción de la fracción séptima que estableció que toda la educación que impartiera el Estado sería gratuita. El SNTE, manifestó su acuerdo con la reforma porque garantizaba la doctrina y el carácter revolucionario de la escuela mexicana.16
La únicas fuerzas que mostraron oposición y por motivos completamente diferentes, fueron el ya para entonces debilitado Partido Comunista Mexicano (PCM) y la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF). Para los comunistas, la reforma que proponía el gobierno era una claudicación y un retroceso político; mientras que para la derecha la propuesta era inaceptable porque se atentaba contra la libertad de enseñanza y porque consideraba que la parte final de la fracción primera, “…luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios…” insinuaba una voluntad de persecución religiosa. La deducción más extremista de la derecha fue que el nuevo artículo 3º. sostenía el totalitarismo de Estado, pues implicaba que los hijos le pertenecían.17 En sus Memorias, Torres Bodet señala con cautela su posición –quizá compartida por el presidente Ávila Camacho, quien era católico- respecto a la noción de la libertad de enseñanza que algunos sectores de derecha sostenían:
15 Jaime Torres Bodet, Memorias, México, Porrúa, 1981, 2ª. ed., pp. 396-409.
16 Jaime Torres Bodet, op. cit., pp. 400-401.
17 Citado por Meneses, op. cit. T. 3, p. 314.
La historia de México demuestra hasta que punto la llamada “libertad de la enseñanza” fue, en ocasiones, un instrumento al servicio de quienes trataban de combatir a la libertad… La Constitución de 1917 garantiza la libertad de creencias. Por eso mismo la escuela no debe ser, entre nosotros, ni un anexo clandestino del templo, ni una arma apuntada contra la autenticidad de la fe. Nuestras aulas han de enseñar a vivir, sin odio para la religión que las familias profesen, pero sin complicidad con los fanatismos que cualquier religión intente suscitar en las nuevas generaciones.18
Hubo la opinión solitaria y voto en contra del senador Araujo, quien se opuso a la reforma por cuestiones intrínsecamente jurídicas. Desde su punto de vista era inconstitucional que la misma Constitución dispensara al Estado la facultad omnímoda de cancelar los permisos a las escuelas particulares sin que sus dueños tuvieran recurso jurídico alguno. A los alegatos del senador Araujo nadie les hizo caso en 1945, mas fueron reivindicados en diciembre de 1992, en un contexto político y económico distinto al de aquellos años.
A pesar de que la idea de reformas al artículo 3º. se había ya mencionado desde 1944, nada se hizo hasta finales de noviembre de 1945, cuando Torres Bodet regresó de Londres de la reunión constitutiva de la UNESCO. La iniciativa del Ejecutivo se discutió por primera vez el 24 de diciembre de 1945 y para el 27 había sido aprobada por ambas cámaras. Curiosamente se publicó en el Diario Oficial de la Federación hasta el 30 de diciembre de 1946, siendo el presidente de la República Miguel Alemán. Tal vez la demora en las legislaturas estatales en aprobar la enmienda se debió a la campaña presidencial, porque no hay informes de grandes debates.
El proyecto de la educación para la unidad nacional, como se le denominó informalmente, ratificaba algunos de los principios de la educación laica, sin adoptar el término en la Constitución, mantenía la prohibición a las iglesias y a los sacerdotes de participar activamente en la educación primaria, secundaria y normal y la destinada a trabajadores y campesinos, asimismo agregaba dos componentes doctrinarios nuevos: apoyarse en el progreso científico y la solidaridad internacional. La representación del progreso científico sustituyó a la frese que tanto molestaba a los intelectuales por su dogmatismo “el concepto exacto del universo”, pero fue mucho más allá: al mismo tiempo que resucitaba ciertas tendencias del positivismo y su fe en la ciencia y en el progreso, entendido como progreso material, el concepto otorgó irrefutable dinamismo a la educación a la educación mexicana, ya que quedaba implícito que el conocimiento científico avanza y que la educación debe seguir su ritmo. En consecuencia, es un principio que atenta contra la inamovilidad característica de los sistemas educativos, pero que es difícil mantenerlo en la práctica. La concepción de la solidaridad internacional fue algo más que el resultado de la guerra y el haber participado con los aliados en la contienda, era la toma de conciencia de que el país ya no se podía considerar aislado de lo que se denominaba el concierto de las naciones.
Por sobre estos principios, el concepto de la democracia entendido como un régimen político que busca el constante mejoramiento material y cultural del pueblo, no fue sólo una concesión a la izquierda, representada por un intelectual notable, sino tal vez un convencimiento sincero de que corresponde al Estado velar por los intereses superiores de la nación por encima de los de todas las clases sociales. Sin embargo, el Estado también tiene que proteger a las clases más débiles, aunque para ello sea menester tutelar sus derechos. Independientemente de eso, el concepto es de avanzada, supera el pensamiento de la democracia política para progresar en el terreno de la democracia económica y social, así como en el terreno cultural. Es un concepto que no ha tenido vigencia plena pero que bien vale la pena luchar por él. Es una puerta que permanece abierta para los sectores populares y una oferta política que bien se puede exigir se cumpla para todos. Aparte de ser legítimo y acrecentar la cohesión social de la nación, puede servir al grupo en el poder para fortalecer su hegemonía.
El proyecto de la educación de la unidad nacional, que con variaciones ha tenido vigencia en la Constitución y en la realidad, significó un impulso importante al crecimiento de la matrícula, rescató algo de las tendencias igualitarias de la educación socialista por medio de las grandes campañas de alfabetización, dio un impulso cultural a las zonas rurales al restablecer, sin el ímpetu ideológico de los años veinte, las misiones culturales y por primera vez tomó en cuenta a la educación superior en su proyecto, ya que idea de la unidad nacional permitía conciliar tendencias aún opuestas como la educación liberal para las élites con corrientes utilitaristas en la educación técnica.
Tal vez el logro de mayor alcance y persistencia fue la institución de los libros de texto gratuitos a principios de los años sesenta. Su implantación provocó de nuevo luchas importantes, particularmente de grupos conservadores de la clase media que impugnaron con acritud los libros y el programa general de gobierno, no porque los libros incorporaran algún cambio ideológico que rompiera el consenso educativo prevaleciente, sino, como lo demuestra Soledad Loaeza, ello permitió que esos grupos que se sentían marginados de la política plantearan movilizaciones. Así, la querella escolar, como la denomina Loaeza, sirvió a esos sectores también para avanzar reivindicaciones democráticas e impugnar el principio del Estado educador. 19
La reforma de 1946, también mantuvo vigente la idea del Estado educador y continuó con la tendencia a consolidar la hegemonía del gobierno central. Esta vez también por medio del financiamiento ya que mientras las aportaciones del gobierno federal al SEM se incrementaban en la medida que las de los estados se estancaban o tendían a disminuir. Esto en correspondencia con el fortalecimiento de la hacienda del gobierno federal en detrimento de la recaudación de impuestos en los estados. Finalmente, el proyecto de la unidad nacional hizo una oferta política que no ha podido cumplir y que es todavía fuente de muchas discrepancias y una demanda recurrente de muchas fuerzas: la gratuidad de toda la educación que imparta el Estado.
Es posible afirmar que este proyecto cuajó bien con el modelo del desarrollo estabilizador y la consolidación del Estado corporativo, que promovió con éxito la idea de que había movilidad social ascendente y que la educación era efectivamente una palanca para el progreso individual y colectivo. Sin embargo, a pesar de muchos referentes empíricos positivos y la expansión del sistema debido al plan de once años, la movilidad social fue para pocos segmentos y para finales de la década de los sesenta sus resultados se pusieron en duda. Además, a pesar de que por el progreso científico debía ser dinámica, la educación mexicana mostraba síntomas inequívocos de estancamiento. El inicio de los años setenta fue el tiempo de la primera ola de modernización y del cambio de prioridades: de la educación básica a la superior.
18 Torres Bodet, op. cit., p. 402
19 Soledad Loaeza, Clases medias y política en México: La querella escolar 1959-1963, México, El Colegio de México, 1988, pp. 184-214.
Fuente: Carlos Ornelas, El sistema educativo mexicano. La transición de fin de siglo, México, FCE-NAFINSA-CIDE, 1995, pp. 68-73.
VIAJES A LOS ESTADOS. La noche de Oaxaca
De septiembre a diciembre de 1044, no había podido sino asomarme a tres Estados de la República: los de Durango, Zacatecas y Veracruz. Era muy poco, dada la urgencia de conocer personalmente –y sobre el terreno- la forma en que las autoridades locales y el magisterio estaban preparando la etapa de enseñanza de la Campaña Nacional contra el Analfabetismo.
Seguro de que no se presentarían –como, afortunadamente, no se presentaron- problemas serios respecto a las inscripciones escolares, me dispuse a emprender dos viajes. Uno, del 5 al 14 de enero, me llevaría a Oaxaca, a Tuxtla Gutiérrez y a San Cristóbal de Las Casas. El otro, del 24 de enero al 10 de febrero, me permitiría –gracias al avión- visitar Jalisco, Sinaloa, Sonora, el norte de la Baja California, Chihuahua, Coahuila, San Luís Potosí, Guanajuato Aguascalientes y Querétaro: nueve Estados y un Territorio.
Salí de México el 5 de enero. Me acompañaban mi esposa y un pequeño grupo de mis colaboradores. Entre éstos, no puedo ni quiero omitir el nombre del profesor Lucas Ortiz, que tan inteligente ayuda me dio en toda aquella campaña. Nos recibieron, en el aeropuerto de Oaxaca, el general Sánchez Cano, gobernador del Estado, el general Amaro, jefe de la zona militar, el director de Educación y buen número de maestros.
El general Sánchez Cano era un personaje muy singular. Pequeño de estatura, pero de intrépida fantasía, y dotado de cualidades contradictorias y pintorescas, unía, al grado de general, no sé qué título de doctor y –si no me engaño- otro, de piloto. Vestía siempre como civil. Más que el ejército, parecía halagarle la medicina. Sus adversarios (o, mejor dicho, sus críticos, pues no era hombre de enemistades muy vehementes) lo acusaban de ser homeópata, cosa que no me consta, y que –por otra parte- no hubiera sido en desdoro suyo, pues, como en todas las profesiones, homeópatas hay dignos de vivo aprecio.
Solícito, múltiple, activo, y hasta sonriente –cuando no lo atormentaba Esculapio-, aquel gobernante amable me fue realmente útil. Le había pedido, por telégrafo, días antes, que concentrara en Oaxaca a los presidentes municipales de la entidad. Quería explicarles de viva voz lo que esperaba de ellos. Y digo “de viva voz”, porque (en vista de la situación económica del Estado, y considerando la gran cantidad de sus municipios) temí que algunos de aquellos representantes populares no poseyeran el alfabeto –que, en cierto modo, tendrían que ayudarnos a transmitir a otros iletrados… Ni tardo ni perezoso, el gobernador había hecho prodigios. Más de trescientos cincuenta presidentes municipales estaban por llegar a la capital.
El sábado 6 de enero me reuní con ellos. Y les indiqué –no sin fatigosas reiteraciones- cuáles serían sus tareas, tanto en lo concerniente al recuento de alfabetos y analfabetos, cuando en lo relativo a la distribución oportuna de las cartillas y a la creación de centros de enseñanza, en escuelas, talleres, comunidades ejidales y rancherías. Algunos percibieron desde luego el sentido de mis explicaciones. Otros tardaron en percatarse de que el concurso que les pedíamos no sería tan complicado, ni tan difícil. Me hicieron preguntas, que contesté. Y el profesor Ortiz –quien parecía conocerlos y comprenderlos mejor que yo- facilitó la exégesis de la ley; de una ley que, para que fuese accesible a todos, habíamos tratado de hacer lógica y transparente.
No sentí desaliento, pero sí profunda melancolía. ¿Qué culpa tenían aquellos hombres de no haber conocido a tiempo una escuela pública, o de no haber concluido –en las aulas que las circunstancias les depararon- sino estudios irregulares e insuficientes? De una cosa podíamos estar convencidos: de la calidad excelente de su intención. El asunto les atraía. La campaña los deslumbraba. Y, cuando todos se dieron cuenta de que los maestros les brindarían la ayuda que imaginaban imprescindible, una amplia sonrisa de alivio iluminó los rostros más apagados y más austeros. Eran, en general, hombres bastante pobres, secretos y taciturnos. Pero, en sus pupilas de obsidiana, brillaba –por momentos- una luz misteriosa, nítida y dura. Una luz en que la dureza no era hostilidad, sino reflexión.
Al terminar aquellas pláticas, fuimos a comer al hotel donde me habían hospedado los edecanes del gobernador. Nos acompañaban: él, naturalmente, el general Amaro y cuatro o cinco personas más. Durante la comida, la personalidad de Amaro no tardó en imponerse. Le conocía yo por su reputación de organizador, implacable y terco. O su reputación era injusta, o, con los años, se había él transformado profundamente. Poesía, entonces, una cultura un poco dispersa y, tal vez, no muy sistemática. Pero había aprendido a sonreír. Y supo darme consejos muy pertinentes. No era el mílite rudo que describían sus enemigos. Había leído mucho; conocía a los hombres. Y no insistía jamás sino en temas acerca de los cuales estaba seguro de su saber. La amistad que iniciamos, en aquella ocasión, fue como su carácter: sólida y positiva.
Visité algunas escuelas. Reinaba en todas una pobreza desgarradora: puertas desvencijadas, muros en agonía, pizarrones cansados por el trazo insistente de toscos gises; muebles cojos, rotos o paralíticos. Pero las caras risueñas de los alumnos vencían todo el dolor ambiente. Había en aquellas frentes indígenas, bajo el pelo negro y rebelde, una voluntad magnífica de vivir. Ante algunos de esos muchachos, imaginé cómo pudo ser –a los diez o a los doce años- un oaxaqueño llamado Benito Juárez. De energía, paciencia y bronce estuvo hecha esa gran figura. Y energía, paciencia y bronce me rodeaban, por todas partes, en las aulas que recorrí.
Fui al Instituto de Ciencias y Artes del Estado: el que se titula, ahora, Universidad. Ratifiqué a su director que la secretaría de educación mantendría al establecimiento, en 1945, el subsidio que le había otorgado en 1944. Hablé allí con el representante del Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas. Y lo autoricé a concluir las obras de la Normal de Oaxaca. El espectáculo de las aulas primarias, inspeccionadas la víspera, me había hecho suponer lo que serían los habitáculos de los profesores. Y la situación, lejos de los centros urbanos, era más grave aún. Por consiguiente, aproveché la ocasión para recomendar que se destinara, en cada una de las nuevas escuelas rurales, un anexo para habitación del maestro o de la maestra. No sé si el proyecto pudo cumplirse. Pero surgió, así, la idea del “aula-casa”, que realizaría más adelante –con técnicas más modernas- el equipo de arquitectos encabezado, a partir de 1958, por Pedro Ramírez Vázquez.
Serían ya las once de la noche, cuando –fatigado por tanto ir y venir entre calles, plazas, caminos, bancas de escuela, ediles y profesores- me retiré a descansar. Al día siguiente, tendríamos que tomar el avión para llegar a tiempo a Tuxtla Gutiérrez. Estaba desnudándome, cuando oí que subían desde la calle, frente al hotel, las notas de una música popular. Lucas Ortiz me había dicho, esa misma tarde, que toda comisión de peticionarios se hacía preceder, en Oaxaca, por una rústica orquesta. ¿Qué irían a decirme, a esas horas, aquellos viajeros?... Me vestí nuevamente. Bajé al vestíbulo del hotel. Y se presentaron mis visitantes. Eran los miembros de una delegación procedente de Soledad Etla. Salí a la calle, a fin de charlar con todos, pues el vestíbulo resultó demasiado pequeño para acogerlos.
Habló el más importante: un hombre alto, de tupido bigote, entrecejo adusto, palabra fácil y voz gangosa, Habían ido a Oaxaca –me dijo-, desde Soledad Etla, para comunicarme que acababan de construir, por el sistema de tequio, una buena escuela. Pregunté qué cosa era el tequio. Alguien anticipándose al orador, me aclaró el enigma. El tequio es un procedimiento tradicional en Oaxaca. A ciertas obras, de interés colectivo, todos tienen que dar su contribución. Unos ponen la cal, otros los ladrillos, o los adobes, otros el cemento… Y los que no tienen materiales que regalar, ofrecen sus brazos: su trabajo, como albañiles, carpinteros, peones, pintores o encaladores.
Despreciando la interrupción, continuó su relato el jefe de la embajada. Sí, habían sabido que se encontraba en Oaxaca el “señor menistro”. Y pensaron ir a buscarle, para pedirle que inaugurase su nueva escuela.
Me avergonzó tener que decirles que no. Pero ¿cómo hacer? No podía ir a Soledad Etla durante la noche. Y, al día siguiente, el gobernador y los presidentes municipales de Chiapas me esperaban para una labor similar a la que había realizado en Oaxaca. Quise hallar una excusa que fuera, para esos solicitantes, un aliciente. Les expliqué mi situación. No podría ir a Soledad Etla. Y no podría ir porque estaba empeñado en una campaña nacional para enseñar a leer y a escribir a millones de mexicanos analfabetos. Esa campaña no era sólo mía. Era, también, suya. Y suya, en primer lugar. Les ofrecí que, si lograban distinguirse en ella, al saber el resultado de sus esfuerzos –y encontrárame yo donde me encontrara-, iría a felicitarles. Con mi presencia, o sin ella, la escuela debía empezar desde luego a servir al pueblo. Nadie inaugura mejor un plantel que el primer alumno que lo aprovecha. Por otra parte, ¿qué servicio complementario más importante podía brindar esa escuela que el abrir ampliamente sus aulas, por las tardes o por las noches, a los adultos analfabetos?
En los rostros de mis oyentes vi, de pronto, una mezcla de cólera y regocijo. Les disgustaba no poder enseñarme la obra de que estaban tan orgullosos. Pero les complacía la idea de trabajar, para merecer una recompensa en aquel combate, que les había yo descrito como una lucha de todos los mexicanos, en la que todos los mexicanos deberían alcanzar una gran victoria. A la luz del farol –que alumbraba débilmente la calle- cuatro o cinco de mis recientes amigos se pusieron a conversar. Hicieron, con los dedos de las dos manos, un improvisado recuento de los analfabetos más conocidos en Soledad Etla. Por desgracia todos los dedos de los comisionados no hubieran sido bastantes para cálculo tan difícil… Tras de un conciliábulo en el que mi oído captó interjecciones no muy discretas, los espontáneos computadores se acercaron de nuevo a mí. El hombre del tupido bigote y el habla fácil volvió a gobernar la conversación: “Bueno –me dijo_; hemos entendido lo que usted quiere. Pero nos gustaría contar, desde ahora, con su palabra de honor. Si cumplimos, ¿cumplirá usted?”
Me conmovió aquella fe en la palabra de un funcionario… Y les reiteré mi promesa, como deseaban. Sólo entonces se despidieron.
Meses más tarde, en mi despacho de la ciudad de México, recibí un telegrama de Soledad Etla. Era un mensaje de mis amigos de aquella noche. Declaraban que habían cumplido su compromiso. Y me preguntaban cuándo iríamos a su pueblo… No quise ni faltar a mi palabra, ni exponerme a un ridículo prodigioso. Exaltar el trabajo de Soledad Etla me obligaba a tomar medidas –indispensables- de cauta confrontación. Llamé al profesor Lucas Ortiz. Le enseñé el telegrama. Y le recomendé que saliese inmediatamente para Oaxaca, que se presentase en Soledad Etla sin previo aviso, y que me informase –a mi casa, en carta particular- acerca de la verdad de lo dicho en aquel mensaje.
Pocos días después recibí su informe. Estaba maravillado del esfuerzo que había podido atestiguar; pero se alegraba de mi prudencia, pues –en muchos casos- el aprendizaje le parecía menos que suficiente. Sería una lástima celebrar –ante la nación- un triunfo que no lo era, que no lo era todavía. En cambio, si le autorizaba a comisionar en Soledad Etla a unos cuantos profesores, para robustecer la acción de los centros de enseñanza organizados por los vecinos, tenía la certidumbre de que, dentro de algunas semanas, lo que parecía increíble intento podría convertirse en realidad.
Naturalmente, autoricé lo que me pedía. Y, en diciembre de 1945, lo envié de nuevo a Oaxaca. Trabajó muchísimo: se dio cuenta del progreso alcanzado con la ayuda de los maestros, cotejó las listas de los examinados, y las comparó con el censo de alfabetos y analfabetos. Al regresar a México, me dio la seguridad de que había llegado el momento de cumplir la palabra empeñada.
Mis ocupaciones no me permitieron ir a Soledad Etla inmediatamente. Pero, el 18 de enero de 1946, un año y once días después de la audiencia nocturna frente a mi hotel de Oaxaca, llegué en automóvil a la pequeña comunidad de alma generosa. Me acompañaba el general Sánchez Cano, quien –esa vez, al menos- no consideró pertinente hablarme de medicina o pilotaje. Llevábamos un retrato del presidente Ávila Camacho, dedicado a los vecinos de Soledad Etla, una bandera nacional, un diploma de honor y una colección de libros para fundar una sala pública de lectura. Ésas eran las recompensas –todas simbólicas- que la patria enviaba, por mi conducto, a quienes habían sabido servirla con tan estoica tenacidad.
Fue aquella jornada un domingo para el espíritu. Mi mujer examinó a las mujeres. Y yo a los hombres. Todos querían demostrarnos directamente su competencia. Sin embargo, como el día no daba tiempo para tantas pruebas individuales, rogué a los maestros más distinguidos que procedieran, simultáneamente, al examen de ciertos grupos.
El pueblo había organizado una guelaguetza. Hombres y mujeres nos ofrecieron cuanto podían: quiénes un hermoso pavo, quiénes unas gallinas; éstos una bandeja con aguacates, aquéllos una canasta con mazorcas de buen maíz…
¡Qué generosidad suprema, la de los pobres! Quien carece de lo superfluo, da lo esencial. Aquellos seres humildes, satisfechos de haber cumplido con su deber, no celebraban en realidad la visita de un secretario de Estado. Celebraban, en ocasión como ésa, un éxito propio, un testimonio de su carácter, una constancia de su voluntad de presencia y de persistencia. Y, al celebrar ese éxito con tan nativa hidalguía, me brindaban, sencillamente, una admirable lección. […]
Fuente: J. Torres Bodet, Memorias, México, Ed. Porrúa, 1981, pp. 339-344.
Ahora el artículo relativo a la creación de su organización sindical nacional en 1943:
La fundación del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación
Antonio Gómez Nashiki
Al ocaso de 1943 se fundó el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Con la aparición del sindicato de maestros se logró unificar, después de varias dificultades, a una serie de asociaciones, confederaciones y sindicatos de maestros de distintas filiaciones y orientaciones políticas dispersas por todo el territorio nacional.
La diversidad de sindicatos que rodearon al gremio magisterial antes de 1943 perseguían, por un lado, lograr el mayor número de afiliados posible, y por otro, llegar a convertirse en los interlocutores exclusivos ante el Estado; lo que dio origen a múltiples recurrentes y cada vez más polarizados entre las distintas organizaciones en disputa; problemas que no sólo se restringían al ámbito magisterial, sino que tocaban otras fibras del tejido social, convirtiéndose en una situación difícil de manejar para el presidente en turno.
El nuevo secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet (sustituía en el cargo a Octavio Véjar), identificaba a los distintos sectores de los maestros en los siguientes términos:
El magisterio estaba compuesto por tres sectores muy desiguales. Existía, en primer lugar, una mayoría sencilla, pero ayuna –y en proporción alarmante- de competencia. Millares de profesores titulados: muchos de ellos de luz escasa o cansada ya por la edad, o extenuada por la miseria: Junto a ellos, millares de jóvenes reclutados al favor de cualquier capricho, al azar del menor encuentro sin más diploma que el certificado de educación primaria[…] Al lado de este sector, existía otro: menos numeroso pero de movimientos más perceptibles. Alternaban en él innegables maestros de capacidad personal. Políticos unos, y otros vejados por la política, todos vivían insatisfechos. Estos porque la política los vejaba, y aquéllos porque no les rendía los frutos apetecidos […] Por último […] venían los maestros de conciencia y de corazón. Muerto ya Lauro Aguirre, se distinguían hombres como Rafael Ramírez, Guillermo Bonilla o mujeres como Rosaura Zapata, Luz Vera y muchos otros…
Ante la situación inestable de los maestros y la dispersión de las fuerzas políticas
e ideológicas en lucha permanente, el presidente de la República, Manuel Ávila Camacho, propuso una salida negociada que contemplaba un acuerdo entre los principales representantes de los sindicatos de maestros
Al no tener éxito en sus pretensión ni llegar a resultados positivos las pláticas tenidas por encargo del primer magistrado de la nación con el licenciado Antonio Villalobos, presidente del Partido de la Revolución Mexicana, optaron por integrar, con aprobación del propio presidente Ávila Camacho, el Comité coaligado de unificación magisterial, con cinco representantes de cada sindicato […] El comité […] fue investido de dos facultades; la de tratar con la Secretaría de Educación Pública los problemas de los maestros y la de aprobar leyes y las bases para rehacer la unidad y en su caso, convocar a un Congreso.
El congreso nacional de unificación magisterial
El Comité coaligado de unificación magisterial lanzó la convocatoria para realizar el Congreso Nacional de Unificación magisterial o Congreso constituyente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, del 24 al 30 de diciembre de 1943, en el Palacio de Bellas Artes. Al acto acudió el Presidente de la República y el nuevo secretario de Educación, Jaime Torres Bodet, quien declaró lo siguiente:
Aun separados, sois una fuerza; pero una fuerza de la que suelen salir disidentes, obstáculos y querellas, Juntos, vuestra fuerza será mayor y tendrá además un resultado más importante y más respetable: el de actuar paralelamente al espíritu de unidad que anhelamos todos los mexicanos…
El Congreso no encontró ningún tipo de resistencia oficial, sino que más bien
Tuvo que enfrentar muchas dificultades internas que pusieron en riesgo su culminación exitosa.
Los días del Congreso
Una de las primeras medidas adoptadas fue la desaparición de los sindicatos Único Nacional de Trabajadores de la Enseñanza (SUNTE), el de Trabajadores de la Enseñanza de la República Mexicana (STERM), el Mexicano de Maestros y Trabajadores de la Educación (SMMTE) y otras agrupaciones pequeñas, acordándose aglutinarse en el Bloque Democrático Unificador.
En la dinámica de los trabajos prevaleció el encuentro de posturas y personalidades que amenazó en más de una ocasión con provocar una ruptura irreconciliable:
Se presentaron algunos problemas en el registro de credenciales y varios representantes del SUNTE y de la Federación Nacional de Sindicatos Autónomos y del Sindicato Nacional de Escuelas Particulares hicieron declaraciones anticomunistas.
Como consecuencia inmediata de estos pronunciamientos varios grupos decidieron abandonar el Congreso y sesionar de manera independiente, como el caso de algunos miembros del SMMTE, quienes se trasladaron al local de la Confederación Nacional Campesina o de los empleados administrativos de la SEP, sin embargo, días después se logró que regresaran a los trabajos del Congreso y con ellos consolidar la unificación.
Los trabajos del Congreso terminaron el 30 de diciembre. En el discurso de clausura Torres Bodet señaló:
El organismo que habéis formado fuera de toda presión oficial se presenta como una organismo libre y, en tal calidad, tiene que responder al país con lealtad y con honradez[...] podréis contar con la amplia voluntad de comprensión de la Secretaría de Educación Pública, siempre que no intentéis interpretar esa voluntad como una flaqueza –o un consentimiento previo- para que intervengáis, de manera unilateral, en una dirección que, si ha de ser efectiva, deberá reunir dos condiciones fundamentales: la plena autoridad de los funcionarios y la armonía de esa autoridad con vuestras capacidades individuales y con vuestro aliento conjunto para servir a la patria como merece.
En el Congreso se aprobaron los estatutos y se acordó por unanimidad que la nueva organización sindical se denominara Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y su lema: “Por una educación al servicio del pueblo”.
[Tomado de Educación 2001, México, # 2, julio de 1995, pp. 46-47.]
Continuaré más tarde...Salud.
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