sábado, 21 de noviembre de 2009

Nuevas lecturas

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA EDUCACIÓN PÚBLICA COMO PROYECTO CULTURAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

MARY KAY VAUGHAN*

Quiero contribuir a esta reflexión colectiva acerca de la Revolución Mexicana y su historiografía, con un relato autobiográfico relacionado con mi experiencia en el análisis y la interpretación de este capítulo tan importante de la historia mexicana. En particular compartiré la evolución de mi forma de comprender el magno proyecto educativo de la Revolución, mismo que ha ido cambiando por la acumulación del conocimiento histórico, por la investigación empírica, por las nuevas metodologías, perspectivas conceptuales, teóricas, por las sensibilidades de los momentos y la época que vivimos.
La generación del ’68, a la cual pertenezco, contribuyó a una ruptura profunda en la investigación histórica de la Revolución de 1910. la ruptura consistió en el rechazo de la interpretación oficial, de una rebelión de masas contra su opresión y de su supuesta liberación mediante las reformas de los gobiernos posrevolucionarios. Por el contrario, los historiadores, politólogos y sociólogos sensibles a las preocupaciones del movimiento estudiantil de 1968, en contra del autoritarismo del PRI-Estado y su aparente indiferencia hacia millones de mexicanos que viven en una pobreza creciente, describieron a la Revolución como un evento ejecutado desde arriba por los líderes ambiciosos, manipuladores y exitosos, para subordinar a las masas a un proyecto burgués. La Revolución parecía haber producido un poderoso Estado que promovía el crecimiento capitalista a costa del bienestar y las libertades democráticas. Atribuyeron el éxito del régimen a las prácticas del patrón-clientelismo, la cooptación y la represión.
Mi primer libro, El Estado, la educación y las clases sociales en México, 1880-1929, publicado en 1982, siguió esta interpretación revisionista. A través del estudio de la política y los programas educativos tanto en el porfiriato, como durante y después de la Revolución, llegué a la siguiente conclusión, contraria a la oficial: que la Revolución no inició el sistema educativo en México, ni alteró su meta bien definida de trasformar el comportamiento de los sujetos, para promover la integración nacional dentro del contexto de un mercado global moderno.

*University of Chicago






Sin embargo, observé tres cambios importantes que aportaron el proceso revolucionario y el Estado inmediatamente posterior: 1) la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921, con sus tendencias centralizadoras; 2) la aplicación de la pedagogía de la acción en las escuelas rurales; y 3) el inicio de un movimiento de nacionalismo cultural coordinado por el gobierno central. Mi análisis estaba marcado por la lectura de Louis Althusser, Pierre Bourdieu, varios historiadores revisionistas de la época progresista en los Estados Unido (entre ellos James Weinstein, Robert Wiebe y Joel Spring) y varios mexicanos: Arnaldo Córdova, Juan Felipe Leal, Pablo González Casanova, etcétera. Como en este libro examiné el pensamiento, la política y las estadísticas educativas, decidí iniciar una nueva investigación sobre la implantación de una política educativa y las respuestas que se suscitaron en los sectores populares durante los años treinta. Decidí examinar y comprar las experiencias de dos entidades, Puebla y Sonora. En el largo proceso de esta investigación participé en un cambio historiográfico que me ayudó a experimentar y entender mejor las culturas locales de México e incorporarlas en una nueva apreciación del proceso revolucionario. Por lo que pude identificar tres pasos en este cambio:
1. En los años setenta y ochenta hubo una proliferación de historias regionales que cuestionaban la fuerza del Estado posrevolucionario, sobre todo la del gobierno central que en la historiografía revisionista era considerado como equivalente al Estado. Tales estudios también cuestionaron la homogeneidad de los campesinos y su estatus como víctimas de la manipulación estatal.
2. En 1986, Alan Knight publicó su obra sobre la historia de los años de la lucha armada, inspirado en los historiadores sociales ingleses y franceses, entre ellos, E. Thompson y Maurice Algulhon, los sociólogos históricos como Paul Tilly, y los estudios comparativos de campesinos (en particular el libro de James Scott, La economía moral de los campesinos). Knight dio una textura, una heterogeneidad, una lógica y un dinamismo a los movimientos sociales ocurridos de 1910 a 1917. Asimismo, rehabilitó de una manera sugerente la interpretación previa de las movilizaciones populares como fuerzas dinámicas y determinantes a las que los organizadores del Estado posrevolucionario tenían que corresponder, en vez de ser un Leviatán capaz de imponer su voluntad sobre el país. El Estado parece haber sido una formación débil que tenía que consolidarse por el reacomodo de intereses distintos de los grupos sociales movilizados.
3. El tercer paso estimuló una investigación de las relaciones revolucionarias y posrevolucionarias entre el Estado en formación y la sociedad mediante un análisis cultural. Esta historia cultural está influenciada por una apreciación posestructuralista del poder como un fenómeno disperso, volátil y jerárquico, que expresa distinciones y desigualdades de género. Muestra también una apreciación por el discurso, el idioma, los rituales, las expresiones artísticas y la acción simbólica. Metodológicamente, este campo de la historiografía está influido por la microhistoria y la etnografía y su capacidad para dar cuerpo, voz y posibilidades de acción a los dominados, descritos por las interpretaciones tradicionales y las revisionistas como víctimas sin cara. Esta línea de investigación se abrió en los años noventa con la publicación de la antología Everyday Forms of State Formation: Revolution and Negotiation of Rule in Modern Mexico (Duke, 1994).
Mi libro, Política cultural en la Revolución: los maestros, los campesinos y las escuelas en México, 1930-1940 (Arizona, 1997; FCE, 2000) debe mucho a esta evolución historiográfica, metodológica, conceptual y empírica. En él revisé mis formas de entender y valorar el papel de la educación en los procesos revolucionarios. Con base en los resultados obtenidos, trataré de ponderar la dimensión cultural de la Revolución Mexicana desde una perspectiva comparativa, resumir la metodología y las conclusiones de este estudio y sugerir una hipótesis para una investigación futura de la educación y la ciudadanía en México durante el periodo de 1940 a 1970.
Hay tres características que distinguen a la Revolución Mexicana de otras revoluciones clásicas en el sentido de un proyecto cultural. A diferencia de la rusa, la mexicana no tenía un partido organizador con un programa de transformación social. Empezó en 1910 en forma de movimientos dispersos opuestos a la reelección del dictador y evolucionó en una guerra civil entre facciones militares. Al contrario de la Revolución francesa, no disfrutó ni del tiempo ni del espacio para el desarrollo de un diálogo cívico que pudo haber producido una ideología coherente. Se puede leer en la Constitución de 1917 una articulación de una protoideología, pero en 1917 este documento no era más que un pedacito de papel desconocido por la gran mayoría de los mexicanos. Así, la fracción triunfante, los constitucionalistas, enfrentaron su problema más grande, cuya solución definió la tercera característica de esta revolución. La guerra civil prolongada había destruido al Estado. La necesidad de forjar uno nuevo era un asunto más crítico que cualquier proyecto o lucha de clases. Los constitucionalistas tenían que forjar un Estado en medio de movilizaciones sociales y poderes militares y políticos dispersos. Obligado por las circunstancias e improvisando sus estrategias, el Estado posrevolucionario se reconstituyó en el curso de los años de 1920 a 1940 mediante su interacción con las culturas locales. Como sostiene la historiadora Florencia Mallon, al paso del tiempo este proceso de interacción dio al Estado mexicano y su partido oficial una hegemonía desconocida en otros países de Latinoamérica.1 Respondiendo a una rebelión de masas, el nuevo Estado se forjó con base en la redistribución del poder y de los recursos en la propiedad, la política, el conocimiento, el arte y la fe.
Con excepción de su anticlericalismo, los constituyentes de 1917 no lograron articular ningún componente cultural. Éste inició con la creación de la Secretaría de Educación en 1921, que integró a los intelectuales de la capital, las regiones y las comunidades, en las cruzadas de alfabetización y a la producción nacionalista cultural. Los maestros y las maestras, los músicos, los artistas, los poetas, los médicos, los arqueólogos, los antropólogos y los folkloristas venían de una fuente común: el sistema prerrevolucionario de educación pública dedicado a la creación de una cultura cívica liberal patriótica. Este sistema fue mucho más exitoso en la generación de dicho capital cultural de la clase media que en su erradicación del analfabetismo. Todos se inspiraban en la rebelión popular: muchos querían controlarla y otros estimularla. Con la meta de comercializar, cientifizar y nacionalizar el comportamiento y el pensamiento del campesino, empezaron a introducir la pedagogía de la acción –aprender haciendo- en las escuelas rurales.
En los años veinte, el movimiento cultural del Estado apenas iniciaba, y padeció luchas internas, en torno a las representaciones de la cultura nacional, con presupuestos bajos, la burocracia incipiente, las limitaciones del gobierno federal para acceder a las regiones y comunidades. Tal vez por eso tuvo su efecto más importante en la arena internacional, cuando los murales de Diego Rivera con sus indios morenos, sus campesinos con armas y sus trabajadores en huelga fueron aplaudidos en las galerías de arte de Nueva York , pero se aceptaron de mala gana entre los intelectuales de la ciudad de México. Cuando los gobiernos de Gran Bretaña y de Estados Unidos cambiaron su posición agresiva a una conciliatoria hacia el país que había amenazado “las propiedades de sus ciudadanos”, lo hicieron en parte porque estaban favorablemente impresionados por el esfuerzo del gobierno mexicano por “educar a sus indios”. Gran parte de la campaña nacionalista de José Vasconcelos fue dirigida hacia el extranjero con el propósito de superar el aislamiento de la República mexicana del mundo metropolitano cultural y su noción de México como un país bárbaro. Esta inversión dio buenos resultados.


1 Florencia E. Mallon, “Reflections on the Ruins,” en Everyday Forms of State Formation, Gilbert Joseph y Daniel Nugent (eds.), Duke University Press, 1994,
pp. 72, 101.










Fue durante los años treinta que el proyecto cultural de la SEP entró en un diálogo serio, fuerte, y a veces sangriento, con las comunidades mexicanas. En esta época, dicho proyecto se fortaleció por su misma maduración y sus nexos con la política de redistribución económica y de reorganización política del gobierno central. Los maestros y las maestras federales se convirtieron en los ideólogos de la Revolución, tal como ésta era interpretada por el Estado. Sustituyeron a un partido revolucionario que jamás existió, articularon una ideología unificadora desarrollada años después de la revuelta revolucionaria y sustentada en los principios colectivistas, nacionalistas y desarrollistas de la Constitución de 1917. durante su gestión presidencial Lázaro Cárdenas convocó a maestros y maestras para organizar a campesinos y obreros a llevar a cabo las reformas de redistribución y crear las asociaciones nacionales populares que serían la base de lasa masas del partido oficial.
En la historiografía, este encuentro ha sido interpretado de dos maneras. Los intelectuales de la izquierda celebraron el heroísmo de los maestros en la lucha de clases, pero lamentaron su participación en la domesticación de las masas por parte del partido oficial y el Estado. 2 Los conservadores y los investigadores ubicados más al centro del espectro ideológico enfatizaron el ataque antirreligioso y denunciaron a la educación socialista como una imposición exótica soviética que fue rechazada por la población católica.3 Las dos posiciones tienen su parte de verdad, pero pocas de las investigaciones hechas antes de 1980 habían puesto mucha atención en el programa escolar. Tampoco tuvieron el beneficio del Archivo Histórico de la Secretaría de Educación Pública, cuyos documentos abrieron la posibilidad de estudiar los procesos de aplicación del programa escolar en las comunidades rurales.
En mi investigación, que me llevó de los documentos editados a los del Archivo de la SEP, descubrí el repertorio cultural robusto y radicalizado de la SEP que los maestros introdujeron en las comunidades rurales. Los libros de texto, con sus ilustraciones de Rivera

2 Véase, por ejemplo, Arnaldo Córdova, “Los maestros rurales en el cardenismo”, Cuadernos Políticos (2:1974), pp. 77-92; David Raby, La educación y la revolución social, México, SepSetentas, 1976.
3 Véase, por ejemplo, Jorge Mora Forero, “Los maestros y la práctica de la educación socialista”, Historia Mexicana (29:1970), pp. 133-162; Josefina Vásquez, “La educación socialista en los años treinta”, Historia Mexicana (18:1969), pp. 408-23; John Britton, Educación y radicalismo en México, 2 ts., México, SepSetentas, 1976; Victoria Lerner, Historia de la Revolución Mexicana, t. XVII, La educación socialista, México, 1979.






y Orozco, reescribieron la historia nacional, haciendo de los campesinos y los trabajadores los agentes de una lucha colectiva en busca de la justicia social que se lograría en alianza con el gobierno.
Dieron las fiestas patrióticas un nuevo contenido. Emiliano Zapata como paladín de la reforma agraria tomó su lugar en el altar de los héroes patrios; la Constitución de 1917 fue convertida en un texto fundamental de la vida mexicana; los bailes y canciones folklóricos locales como regionales, así como los corridos revolucionarios se orquestaron como la cultura nacional, una síntesis de las tradiciones populares. La pedagogía de la acción se expandió y se fortaleció con las preocupaciones eugenésicas por la salud de los sujetos, la “raza” y la nación. Las escuelas organizarían a las madres para limpiar no sólo sus casas, sino sus comunidades, eliminando el alcohol, los microbios y la basura. Los jóvenes formarían equipos de deporte: así reemplazarían una sociedad alcoholizada y religiosa por una moderna, secular y sana.
Los mensajes de los educadores fueron adaptados a una cultura popular, con los fines oficiales de modernizar en integrar. Las comunidades no iban a recibirlos sin disputarlos, pero ¿cómo iba yo a detectar en las fuentes históricas las formas en que los campesinos escrutaron este repertorio cultural? ¿Cómo podía excarvar los deseos, los intereses y las acciones de campesinos que eran descritos en los informes de los inspectores escolares como borrachos, fanáticos, enfermos y recalcitrantes? Tuve que hacer lo anterior a través de la investigación local. Escogí cuatro sociedades rurales a examinar: dos mestizas, una en el centro de Puebla y la otra, una sociedad de inmigrantes, en el Valle del Yaqui, Sonora, y dos sociedades indígenas: una de comunidades nahuas de la Sierra Norte de Puebla y la otra de los yaquis que habitaban el margen derecho del río Yaqui. A nivel local, pude ampliar mi base de documentación al incluir los archivos nacionales, regionales y locales, además de los periódicos, los estudios antropológicos, las historias de vida y las entrevistas con los participantes. En sus peticiones al presidente de la República y su correspondencia con las autoridades agrarias, los campesinos registraron sus quejas y sus necesidades. El libro de James Scott, Las armas de los débiles (Yale, 1985) me ayudó a detectar las maneras indirectas usadas por los campesinos para exponer sus opiniones: el chisme, el sabotaje, el cumplimiento falso, la evasión, el uso estratégico de los discursos dominantes que disfrazan
sus intereses y preocupaciones. También me ayudó el concepto de Bourdieu de la violación simbólica y un gran número de estudios históricos y antropológicos que analizan los encuentros entre campesinos y escuelas modernas en Francia, Rusia, Irán y Tanzania. Los estudios de Elsie Rockwell sobre las comunidades de Tlaxcala y sus escuelas me proporcionaron valiosos elementos de análisis. 4 Las obras de Foucault, Serge Gruzinski, Joan Scott, Florencia Mallon, y las antropólogas feministas mexicanas, me ayudaron a reconceptualizar las comunidades campesinas como configuraciones del poder desigual, históricamente constituidas, inestables, dinámicas, ligadas a los poderes y procesos externos y con múltiples distinciones de género y de edad.5
Con estas herramientas conceptuales y mis fuentes intenté interpretar los encuentros educativos. Llegué a la conclusión de que éstos no significaron ni un triunfo ni una derrota para el proyecto cultural del Estado, sino una negociación moldeada por los factores históricos y coyunturales. Las respuestas al programa escolar dependían de las experiencias locales históricas con las escuelas, la lectura y la escritura. Fueron también definidas por las experiencias de las comunidades en la formación del Estado, es decir, si habían participado o habían rechazado la cultura patriótica liberal del siglo XIX, y si habían experimentado la Revolución de 1910 con los proyectos del Estado posrevolucionario como oportunidades para mejorar la vida o como instrucciones molestas.

4 Entre los estudios más útiles, Francois Furet y Jacques Ozouf, Reading and Writing in France: Literacy from Calvin to Jules Ferry, Cambridge University Press, 1983; Eugen Weber, Peasants into Frenchmen: The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford University Press, 1976; Ben Ekloff, Russian Peasant Schools: Officialdom., Village Culture, and Popular Pedagogy, 1861-1914, Berkeley, University of California Press, 1986; Brian Street, Literacy in Theory and Practice, Cambridge University Press, 984; Elsie Rockwell, “Schools of the Revolution: Enacting and Contesting State Forms, Tlaxcala, 1910-1930”, en Everyday Forms of State Formation, Joseph y Nugent (eds.); “Keys to Appropriation: Rural Schooling in Mexico”, en Bradley Levinson, Dorothy Holland (eds.), The Cultural Production of the Educated Person: Critical Ethnographies of Schooling and Local Practice, Albano, State University of New York, 1996; “Hacer escuela: transformaciones de la cultura escolar. Tlaxcala, 1910-1940”, tesis de doctorado, Departamento de Investigaciones Educativas, Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del IPN, 1996.
5. Sobre todo, Michel Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the Prison, Harmondsworth, Penguin, 1979; Serge Gruzinksi, Man-Gods in the Mexican Highlands: Indian Power and Colonial Society, 1520-1800, Stanford Univeersity Press, 1989; Joan Scout, Gender and the Politics of History, New York, Columbia University Press, 1987: Florencia Mallon, Peasant and Nation: The Making of Postcolonial Mexico and Peru, Berkeley, University OF California, 1995; Lourdes Arizpe, Parentesco y economía en una sociedad nahua: Nican Pehua Zacatipan, México, Instituto Nacional Indigenista/Secretaría de Educación Pública, 1973; Soledad González Montes, “Intergeneracional and Gender Relations in the Transition from a Peasant Economy to a Diversified Economy”, y Gail Mummert, “From Metate to Despate: Rural Mexican Women’s Salaried Labor and the Redefinition of Gendered Spaces and Roles”, en Heather Fowlwe-Salamini y Mary Kay Vaughan, Creating Spaces, Sapino Transitions: Women of the Mexican Countryside, 1850-1990, Tucson, University of Arizona Press, 1994.





La respuesta dependía también de las configuraciones locales del poder y sus anexos con las prácticas culturales. Cuando la SEP amenazó estas prácticas –de religión, de género, del consumo de alcohol, de la salud, del cultivo de la tierra y el uso del bosque-, las comunidades o fracciones dentro de ellos resistieron, y los maestros y maestras tenían que escuchar las demandas. Las respuestas variaron de acuerdo con el acceso de la comunidad y de sus miembros a los recursos económicos, y su conocimiento del mundo exterior. Como la escuela demandó mucho de las comunidades en cuanto a recursos y tiempo, su éxito dependía de la capacidad y la voluntad de la comunidad para cederlos.
También pesó mucho en este encuentro la capacidad del gobierno central para crear las condiciones políticas y materiales para una transformación del comportamiento y la mentalidad. El esfuerzo del gobierno central sufrió varias dificultades por escasez de recursos, falta de conocimiento técnico, impericia social de sus agentes, rivalidades y conflictos entre sus agencias, sus instituciones y sus autoridades en los diferentes niveles. Esta incapacidad del Estado posibilitó la persistencia de las prácticas, los valores y las organizaciones tradicionales que los educadores querían trasformar. Al mismo tiempo estimuló campañas persistentes en demanda del cumplimiento de los discursos de justicia social articulados pero no completamente implantados por el gobierno. 6
Cada encuentro fue distinto, pero ciertas cosas fueron comunes. Los encuentros crearon nuevos canales, identidades y asociaciones. Legaron a las sociedades locales con e Estado, o a su partido político y el mercado. Las comunidades participaron en la construcción de un lenguaje común para articular el consentimiento y la protesta en la construcción del aparato institucional dentro y fuera del cual este lenguaje se aplicara. Este lenguaje de la ciudadanía y la memoria nacional se articuló alrededor de tres conceptos: el derecho de los grupos

6 Para el encuentro educativo a nivel de las comunidades, véase, entre otros, Vaughan, Cultural Politics, Elsie Rockwell, “Schools of the Revolution”, “Hacer escuela”; Marjorie Becker, “Black and White and Color: Cardenismo and the Search for a Campesino Ideology”, Comparative Studies in Society and History, 29:1987, pp. 453-465; los ensayos de Elsie Rockwell, Alicia Civera, Candelaria Silva Valdés y Pablo Yankelevich en Susana Quintanilla y Mary Kay Vaughan, Escuela y sociedad en el periodo cardenista, México, FCE, 1997; Alicia Civera, Entre surcos y letras. Educación para campesinos en los años treinta, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1997, Salvador Camacho Sandoval, Controversia educativa entre la ideología y la fe: La educación socialista en la historia de Aguascalientes, México, Conaculta, 1991; Be Ben Fallaw: “These Distant Corners of our Country Far from Civilization and Progress: Mayan Peoples and Federal teachers in the ‘Indigenous Zone’ of Quintana Roo and Eastern Yucatán, 1928-1935”, Ponencia, XXII Congreso Internacional de LASA, Miami, 18 de marzo de 2000.








colectivos a la justicia social, el derecho de los individuos y los grupos a la inclusión en la modernidad basada en el respeto a sus tradiciones, y a la inclusión de todos en una nación multicultural. Este lenguaje se entendía, se interpretaba y se ponía en práctica a nivel local. Mi argumento es que el dominio del PRI-Estado, por algún tiempo posterior a 1940, dependía más del clientelismo, la cooptación y la represión que de la negociación. Tenía un matriz, una goma lingüística, un lenguaje moral que funcionaba en una cultura política compleja de instituciones, de acomodos regionales distintos, de prácticas y rituales formales e informales que aseguraban un nivel de cumplimiento, negociación y diálogo en las relaciones entre el Estado y la sociedad. En la definición gramsciana de William Roseberry, la hegemonía funciona como la construcción conflictiva de un lenguaje para expresar a la vez aceptación y desacuerdo, un marco común para vivir, discutir y actuar en un orden social caracterizado por la dominación.7
Quiero aplicar esta noción discursiva de la hegemonía como hipótesis para el nuevo estudio de la educación, la política y la ciudadanía durante los años de 1940 a 1970. Primero clarificaré mi comprensión de la hegemonía como un proceso siempre conflictivo, 8 desafiado constantemente por el surgimiento de condiciones, necesidades y configuraciones del poder. En los años cuarenta, el Estado mismo intentó imponer un nuevo concepto de ciudadanía que concedió menos importancia a los derechos a favor de una movilización para la modernización patrocinada por un Estado más autoritario que el de décadas anteriores. Muchos mexicanos compartieron este discurso sin sacrificar el lenguaje de los derechos sociales, inscrito oficialmente en los años treinta. Así lucharon, por ejemplo, los ferrocarrileros, el magisterio, telefonistas, y estudiantes de los años cincuenta 9 Pero este

7 William Roseberry, “Hegemony and the Lenguaje of Contention,” en Joseph y Nugent, Everyday Forms, pp. 360-364. Para más discusión de esta noción de hegemonía, véase Vaughan, Cultural Politics, pp. 189-201; “Cultural Approaches to Peasant Politics in the Mexican Revolution”, Hispanic American Historical Review, 79:2 (1999), pp. 292-301. Los fundamentos de una explicación discursiva de la hegemonía se encuentra en Ernesto LaClau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Toward a Radical Democratic Politics, London, Verso, 1986. Para su aplicación al caso mexicano, véase Florencia Mallon, “Reflections on the Ruins: Everyday Forms of State Formation in Nineteenth Century Mexico”, en Joseph y Nugent, Everyday Forms, pp. 70-71.
8Mallon pp. 70-71.
9Como ejemplos de último, véase, Vaughan, Cultural Politics, pp. 100-105, º32-º36, 157-162, Claudio Lomnitz, Exits from the Labyrinch: Culture and Ideology the Mexican Nacional Space, Berkeley, University of California Press, 1991, pp. 22-23, 29-30, 56 147-149, 133-135; Joann Martin, “Conteting Authenticity: Battles over the Representation of History in Morelos, México”, Ethnohistory, núm. 40, 1993.




lenguaje de los derechos sociales y su construcción de la ciudadanía y la memoria nacional, no eran los únicos forjados en los años veinte y treinta. Los católicos organizados persistieron después de 1940 en sus luchas, en demanda de libertades individuales de creencia y de enseñanza. Como expresión profunda de estos cambios modernizantes y de la secularización de la sociedad, el movimiento estudiantil de 1968 mezcló estos distintos lenguajes de la ciudadanía y de los derechos de desafiar al PRI-Estado de una manera nueva, provocadora y con gérmenes de una propuesta contra-hegemónica, entre los que estaba la interpretación revisionista de la Revolución Mexicana que minimizó sus bases y compromisos populares.


Fuente: Jaime Bailón Corres, Carlos Martínez Assad, Pablo Serrano Álvarez (Coords.),El siglo de la Revolución mexicana, Mèxico, INEHRM, 2000, t. II, pp. 169-178.


La siguiente lectura se refiere a la fundación del Instituto Politècnico Nacional y está tomada de la revista Educación 2001.

La fundación del Instituto Politécnico Nacional
Antonio Gómez Nashiki y Miguel Ramírez Zozaya

En sus inicios en el año de 1936, el Instituto Politécnico (IPN) tuvo como objetivo:

Impartir a las masas, particularmente a las proletarias, la capacitación técnica para que en la República Mexicana cada individuo sea una unidad social más apta para el ejercicio colectivo y para esto será preciso disciplinar sus facultades al máximo de su rendimiento, de acuerdo con los principios fundamentales de la organización científica del trabajo […] Ocupando la técnica, en el mundo moderno, una posición central, como base de la potencialidad económica del país, el Gobierno revolucionario, por medio del Instituto Politécnico deberá ofrecer a la juventud mexicana, particularmente a las clases trabajadoras, nuevas actividades profesionales que contribuyan a la transformación de los variados recursos naturales de su territorio, aprovechando para hacerlo, la técnica científica, para crear un nuevo estado social más humano y más justo.

Sin embargo, el origen del IPN no tuvo una referencia precisa, su creación se anunció en diferentes documentos, principalmente en los informes de gobierno del presidente Lázaro Cárdenas en 1935 y 1936, en el primer se sostenía que:

La Secretaría de Educación Pública está por terminar durante el presente año, con el propósito de que funcione el próximo un estudio que organiza el establecimiento de la Escuela politécnica, complementándose así el Plan Sexenal, en lo relativo a que debe darse preferencia a las enseñanzas técnicas, que tiendan a capacitar al hombre para utilizar y transformar los productos de la naturaleza, a fin de mejorar las condiciones materiales de la vida humana.

En ese mismo año, el jefe del Departamento de Enseñanza técnica, Industrial Comercial, Juan de Dios Bátiz, anunció que se destinarían dos millones de pesos a la institución politécnica. Para el siguiente año el presidente Cárdenas ya informaba que se habían adquirido en el extranjero ocho equipos para laboratorio que se destinarían a la infraestructura del IPN, entre ellos: de electricidad, de mediciones, de soldadura eléctrica, autógena, de taller mecánico, de fábrica de jabón, de fábrica de vidrio y de laboratorio de biología.
Cabe mencionar que los antecedentes del IPN se remontan un siglo antes, cuando se crearon diversas instituciones educativas dedicadas a la formación de recursos humanos en las áreas de los servicios, la industria y la agricultura, entre ellas la Escuela Superior de Comercio y Administración fundada en 1845, la Escuela Nacional de Artes y Oficios en 1867, la Escuela Práctica de Ingenieros Mecánicos y Electricistas en 1922, el Instituto Técnico Industrial en 1923, la Escuela Técnica Industrial y Comercial de Tacubaya en 1925 y la Escuela Técnica de Maestros Constructores en 1927.
El establecimiento del Consejo Consultivo del IPN en enero de 1936, permitió que se formulara el anteproyecto de creación del Instituto; entre las ideas centrales destacaban: “El rompimiento de moldes tradicionales en materia de enseñanza profesional; la organización de la educación técnica a partir del desarrollo de las habilidades prácticas, preparación en menor tiempo al alumno; la contribución del egresado en la transformación de los recursos naturales de su territorio y la incidencia de su trabajo en la creación de un sistema más humano y justo, en el que se fomente la cooperación y la fraternidad solidaria.
El anteproyecto proponía también que la educación politécnica se denominará Instituto Politécnico Nacional. Originalmente, el proyecto de organización del IPN se resumía en la enseñanza prevocacional, vocacional y profesional y sus principales características eran:
a) La enseñanza impartida en las escuelas técnicas debe ser fundamentalmente científica, experimental, objetiva, así como desarrollarse en forma cíclica y ascendente.
b) El sistema escolar post primario impone que dichos se constituyan por dos periodos no mayores de dos años, los primeros asumirán un carácter verdaderamente vocacional y de orientación profesional.
c) La enseñanza técnica debe expender sus beneficios a campesinos y obreros como postulado esencial.
En este esquema escolar, el ciclo prevocacional debía cursarse en dos años después de la primaria, incluyendo en el plan de estudios las siguientes materias: ciencias matemáticas, físico- químicas, biológicas, gráficas y de trabajos de taller, en las que se seguía una orientación pedagógica de adiestramiento manual.
Por su parte, el ciclo vocacional comprendía dos años de formación y estaba dividido en tres modalidades:
1.- Vocacional A: estudios profesionales en ciencias económicas, pedagógicas y sociales
2.- Vocacional B: estudios preparatorios para las profesiones de mecánica, electricidad, química, estudios gráficos y ciencias aplicadas a la construcción y decoración.
3.-Vocacional C: las modalidades profesionales en agronomía, silvicultura, veterinaria, biología, botánica, zoología e hidrobiología.
El anteproyecto también planteaba una organización que articulaba a las escuelas prevocacionales con las vocacionales y con las superiores, para finalmente agruparlas en cinco ramas:
1.- Ciencias exactas y fisicoquímicas: Escuela de Mecánica, Industria textil, construcción y química.
2.-Ciencias Económicas y Sociales: escuelas de Contabilidad, Economía y Estadística, Ciencias Sociales, Ciencias de la Educación, Periodismo y Publicidad y Bibliotecarios.
3.- Ciencias Biológicas aplicadas: Escuelas de Biología, Agronomía, Pesquería, Veterinaria y Forestal.
4.- Ciencias Geofísicas y Geográficas: Escuela de Estudios Geográficos.
5.- Artes: Escuelas de Artes decorativas y manufacturas.

Las convocatorias de inscripción difundidas por la SEP, a través de los distintos medios de comunicación, señalan el 16 de enero de 1936 como fecha de inicio de los cursos de las escuelas dependientes del DETIC, al que se encuentra incorporado el IPN en sus modalidades de prevocacionales, vocacionales y escuelas superiores. Cabe destacar que la población escolar del IPN ascendía para 1936 a dos mil 348 alumnos inscritos , de los cuales 381 se encontraban pensionados.
En 1937, al inicial sus labores el IPN, dependían de él seis escuelas prevocacionales en el Distrito Federal y siete en diversas ciudades de provincia. También había cuatro escuelas vocacionales en la ciudad de México y la población estudiantil total que asistía a las escuelas prevocacionales y vocacionales tanto foráneas como el DF, era de 13 mil 621 estudiantes.
El proyecto del IPN se concibió como un modelo educativo adecuado a los requerimientos del desarrollo nacional. Como dice Guevara Niebla:
[…] No obstante los obstáculos que encontró en su creación, el IPN se estructuró conforme a las pautas iniciales del cardenismo y por lo menos durante un ciclo breve fue, por su composición social, una institución de carácter popular, y por su función social –formar recursos humanos para el desarrollo- se convirtió en un experimento sin precedentes en toda América Latina

OJO: NO AGREGUÉ LAS LECTURAS DE ARNALDO CÒRDOVA y DE DAVID L. RABY porque pueden bajarse directamente del sitio de Cuadernos Polìticos

NOTAS
Anteproyecto del IPN presentado por el ingeniero Juan de Dios Bátiz al titular de la SEP licenciado Gonzalo Vázquez Vela, en El Universal, México,, 1º de enero de 1936.
Primer informe del presidente Lázaro Cárdenas del 1º de septiembre de 1935.
Informe presidencial de 1935, p. 50
50 años en la historia de la educación tecnológica, México, IPN, 1988, P. 53.
Ibid, p. 51.
Véase Eusebio Mendoza, El Politécnico. Las leyes y los hombres. Reseña histórica y recopilación de la legislación educativa en México, 1151-1974, México, t. I, 1975, pp. 307-309.
Las pensiones eran becas concedidas por la SPE, las empresas y los sindicatos a los alumnos más necesitados.
Enrique León, El Instituto Politécnico Nacional. Origen y evolución histórica, México, IPN, 1986, p. 46.
Gilberto Guevara Niebla, “Educación y hegemonía populista” en El saber y el poder, México, UAS, 1983, p. 98.


Fuente: Antonio Gómez Nashiki y Miguel Ramírez Zozaya, “La fundación del Instituto Politécnico Nacional” en Revista Educación 2001, México, año II, # 14, julio de 1996, pp. 46-47.







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