Hola a tod@s. Va para ustedes el fragmento de Carapan libro escrito por el educador mexicano Moisés Sáenz y publicado en 1936, en Lima Perú. El fragmento lo tomé de la revista Educación 2001, # 5, correspondiente al mes de octubre de 1995. No puedo decirles si un ejemplar está en la sección de ciencias de la educación de la Biblioteca Benito Juárez pero una versión digital se encuentra en la biblioteca del CREFAL, en Patzcuaro, Michoacán. Aquí va la liga para quien quiera consultarlo completo, no se van arrepentir:
http://www.crefal.edu.mx/biblioteca_digital/coleccion_crefal/no_seriados/carapan.pdf
En tanto aquí va el texto, para complementar lo relativo a la educación rural en los años veintes y treintas del siglo XX.
Carapan, bosquejo de una experiencia
Antonio Gómez Nashiki/ Moisés Sáenz
A principios de 1932, Moisés Sáenz(1888-1941) concibió la idea de establecer un centro de estudio y de acción en una región indígena; el propósito era “examinar de cerca la cuestión de la incorporación de los grupos nativos al medio nacional”. El lugar que se eligió fue el estado de Michoacán, en la zona de los Once pueblos –zona de indios tarascos-, cuyo asiento principal era Carapan.
Al frente del proyecto que duró alrededor de siete meses, de junio de 1932 a enero de 1933, estuvo el mismo Sáenz, sin embargo –como apunta Isidro castillo en el prólogo de esta edición-, era una creación tan personal que estaba condenada a muerte con el retiro de su iniciador.
Presentamos a continuación un capítulo de Carapan, libro de obligada referencia en la historia de la educación nacional.
Los indios piden credenciales
A poco de llegar fuimos presentados a los principales de Carapan, en una asamblea convocada para el efecto. Concurrieron los Prado; tomó la palabra un delegado del general Cárdenas. Se les dijo a los carapanenses y a los representantes de las otras tenencias que estaban también allí, quiénes éramos y a qué veníamos; gente del Gobierno, amigos del general Cárdenas, enviados del Presidente de la República; personas de bien que vienen a hacer bien a las comunidades; dignos de confianza; amigos de la clase indígena: “Ustedes deben ayudarlos”. Los concurrentes asienten en silencio.
Tomás y los agraristas de Carapan se ponen a nuestras órdenes. Los Prado dicen por su parte, que podemos contar con ellos y que para cuanto se nos ofrezca, “nomás les avisemos”.
A los pocos días congregamos a los vecinos de Carapan para tratar sobre el establecimiento de un Centro Social. La entrada de mi libreta ese día dice:
Julio 28.- el mejor lugar para el Centro Social y la Biblioteca es la excapilla o casa del antiguo Hospital de Don Vasco. Queda en la esquina suroeste frente a la plaza; tiene como atrio un solar como de media cuadra, cercado con una alta pared de adobe. La capilla, distinta de la iglesia, ha estado abandonada, como todas las de su género por estos rumbos. Es una pieza de unos ocho metros de ancho por dieciocho de largo, con portón al frente; sin ventanas.
Asisten a la junta unos cuarenta hombres. Me parece que representan bien al vecindario. Expongo nuestros propósitos; los vecinos dicen estar de acuerdo, aunque uno de los viejos pregunta si la casa seguirá siendo de la comunidad, a pesar de que se ponga allí el Centro. Queda organizado un comité pro Centro Social con tres miembros por cada cuartel, propuestos por los concurrentes. Los nombres son Baltazares, Pablos, Alejos. Algunos viejos se excusan de formar parte. Que lo hagan los jóvenes, dicen, al cabo ellos creen que tienen muchas fuerzas (asoma la pugna entre agraristas y fanáticos). Les digo que los viejos tienen responsabilidades en la comunidad, que deben dirigir a los jóvenes, etcétera. Aceptan y se integra la comisión.
Quedo convenido que por cada cuartel, grupos de vecinos hicieran faena por turnos para las obras de reparación. Había que limpiar el patio, era preciso cambiar el tejamanil del techo, convenía enlucir, pintar. Pero los trabajadores no asomaban. Cada día era más difícil conseguir a uno que otro. Por otra parte era inevitable hacer algunas erogaciones: compra de tejamanil, cal, colores. Carapan se evadía con esa socarronería que manejan tan a la perfección los indios. Pero no era posible sacar el bulto indefinidamente. Allí estábamos nosotros día por día y aun cuando no exigiéramos, nuestra presencia era de por sí reproche ante su incumplimiento. Llegó el momento de desafiar la resistencia pasiva y el disimulo y Tomás me dijo que no había más remedio que convocar a una junta de vecinos y pedir que vinieran los Prado, para mayor apremio. La reunión quedó fijada para el miércoles 3 de agosto. Dice mi libreta:
«Agosto 3.-A mediodía nos reunimos en el corredor de la Tenencia.Están presentes Ernesto Prado y su hermano Eliseo, Tomás, algunos miembros de la Estación y como cincuenta hombres de Carapan. Hablo sobre la necesidad de una pequeña suscripción para afrontar el costo (modestísimo) de las obras; insisto en que deben de cumplir con las faenas: Excusas a media lengua: que están muy ocupados, que están muy pobres, que el día que vengan a la faena no tendrán qué comer. Poco a poco se desnuda la causa de su resistencia; no quieren que se tome la capilla; rehusan el Centro; les disgusta nuestra presencia en Carapan.
-¿Quiénes son Uds.? ¿Qué «papel» traen? ¿Dónde está la «orden»? ‘Tendremos primero que consultarle al Gobierno’. De nada sirve que manifestemos estar autorizados; que les recordemos que cuando vinimos un enviado del Gral. Cárdenas nos presentó y les recomendó de su parte que nos dieran apoyo. ‘Pero queremos tomar la opinión de Uds., de todos los vecinos, sobre los trabajos que han de realizarse...’ les dije.
-’No queremos, mejor por la mala, pero por la buena no queremos. Que vengan los soldados si Uds. dicen; por la buena no hemos de cambiar. No queremos cambiar, somos ignorantes y así queremos quedarnos’.
Conforme los hombres se envalentonaban, las mujeres aparecieron por las bocacalles, sin que nadie las hubiera llamado, como si supieran que algo iba a pasar. Se acercaban cautelosamente. Están paradas a poca distancia; se aproximan tímidas pero resueltas.
Nos rodean. Estamos nosotros en los portales de la escuela; ellas en la plaza, en la calle. Aprietan la fila, han formado una valla que flanquea a nuestro grupo. Comienzan a hablar. Una y otra y muchas. Es un murmullo que engruesa como zumbido de
aguas airadas. Se destacan unas cuantas voces en castellano. Mendizábal y yo bajamos del estrado, nos acercamos a la masa de mujeres. Explicamos en nuestra mejor manera, pausadamente, con voz persuasiva. Mientras más tranquilos parecemos nosotros, más
furiosas se ponen ellas. Se arremolinan, se nos echan encima; nos amenazan con los puños.
’¡Váyanse de aquí! i Quiénes son Uds. para que nos den consejos!’ ‘¿Qué acaso eres tú mi padre?’ ‘Yo no me he casado para no tener quién me mande y menos me vas a mandar tú ¡Vete! Lo que quiero es que abras la Iglesia. Dame la llave y vete...’
La situación se ha tornado seria. Estamos frente a un tumulto de mujeres. Los hombres del portal hablan poco, aunque algunos de los viejos corean asentimiento. Los agraristas, Tomás, los Prado, todos, guardan silencio. Y no sé cómo salir del paso. Dicen que los generales buenos se conocen por sus retiradas. Yo no sabía cómo hacer la mía. Era inútil insistir en lo de la contribución; de ningún modo íbamos a abandonar el proyecto de la capilla, pero no hallaba cómo clausurar aquella reunión que era casi un motín. Y lo peor es que nadie tiene calma para oírnos y aun cuando nos oigan, entienden muy poco lo que les decimos. Pronunciamos a propósito de no sé que, la palabra.’ «indio». ‘Sí, indio, somos indios’, nos gritó alguna mujer. ‘También la Virgen de Guadalupe es india.
Prado dice lo que puede pero está en el mismo trance que nosotros. Me pareció que carece de autoridad moral sobre estas gentes. Y es que nuestros opositores del momento no eran otros que los propios fanáticos, enemigos de Prado.
Alguien manifiesta que las comunidades de Tanaquillo y Urén contribuirán con veinte pesos para las obras de la capilla. Con esto encontramos el pretexto que deseábamos para suspender la junta. Los conservadores creen que han triunfado. Sale por allí un .grito de «¡Viva Cristo Rey!» Tronó un cohete.
Se me figura que todo esto venía preparándose. Al fin los hombres se retiran, hoscos. Las mujeres siguen apiñadas en un extremo de la plaza, amenazantes.
Por la noche vino a la Estación un grupo de agraristas a protestar lealtad y ayuda. Ofrecen hacer todo el trabajo; sin pedir auxilio de los otros. Yo acepto con agradecimiento pero pienso cuánto más útil hubiera sido aquella declaración por la mañana.
Las reflexiones de aquella noche en el retiro del curato eran un poco tristes. Tal parece, decíamos, que los indios están tan acostumbrados a que se les maneje a culatazos que cuando se les trata por la buena, con persuasión, creen que se es débil o se está desautorizado. El indio obedece, pero no colabora. Esta idea me punzaba como espina. Nos causaba risa la pueril insistencia en el «papel», en la «orden». ‘Lo que faltó’, decía Mendizábal, ‘es que hubiésemos venido provistos de unos nombramientos con sellos muy vistosos y alistonados; nos presentamos sin fanfarria y sin pregón y creen que somos unas infelices». La resistencia pasiva del indio puede tornarse
agresiva, si se les toca el bolsillo o el santo. Nos desconsolaba el rechazo de la mañana «No queremos cambiar», «Vete», ¡y nosotros que tan engreídos andábamos con nuestro celo reformista!
Lo de Huáncito fue peor que lo de Carapan. Sucedió el sábado de la siguiente semana. Siendo Huáncito el punto central, nos pareció natural escoger la escuela para celebrar la junta semanal de maestros. El plantel ocupa el antiguo curato, adosado a uno
de los flancos de la iglesia. La plazuela, libre por el lado sur donde pasa el camino, queda cerrada por el norte y el oriente con el ángulo que forma el curato (escuela) con una tapia. El zaguán está justamente en el vértice de la rinconada. Nájera, Ana María Reyna y yo desmontamos a media plaza. Se nos acercaron con aire preocupado algunos de los maestros que habían llegado antes que nosotros. ‘La gente anda enojada’, dijeron. ‘No quieren que entremos. Parece que quieren hacer bola’.
Avanzamos en dirección de la puerta. Nájera y la Sra. Reyna iban junto a mí. Nos seguían dos o tres maestros. Habría una veintena de personas cerca de la entrada. Muchas otras asomaban por las desembocaduras de la plaza y se aproximaban poco a poco. Se nos encara un pelotón de gente. ‘No entran’, dijeron hoscamente. ‘No queremos’.
La plaza comenzaba a hervir. Las mujeres tomaban la iniciativa; se atorbellinaban; nos estrechaban. Hablaban en su lengua atropelladamente, gesticulaban amenazas. Como si esperaran una agresión de nuestra parte, habían armádose de piedras y de palos. Sin que mediara incidente alguno, su ira subía de punto. Se envalentonaban con su propio coraje. Tratábamos de hablar y nos ahogaba su airada algarabía.
Yo no comprendía. Habíamos venido a Huáncito varias veces, habíamos estado en la escuela en cada ocasión. Entrábamos y salíamos sin que nadie hubiese puesto el menor reparo. La reunión de aquel día nada tenía de extraordinario. Algo de esto les quería yo decir a aquellas pobres gentes, sin ningún resultado.
«Esta casa es mía. Vete. No quiero que quites iglesia. No queremos escuela allí curato. Lleva lejos».
Y tampoco había cómo entenderse con aquella turba. Apenas si unos cuantos comprendían el español, pero si castizos hubiesen sido, no hubieran escuchado. La ira, el miedo, el alboroto les había tapado las orejas. No se oían sino así mismo. Eran como un enjambre de abejas rabiosas.
Como era aquello tan absurdo y falto de razón, como toda explicación resultaba inútil, creí que el único camino era avanzar, así fuera con todo el recato necesario para no irritar más a los indios. No se podía sentar el precedente de que cualquier día, de puro antojo, estas gentes nos cancelaran un derecho de los más elementales. Ceder en esta ocasión sería correr el riesgo de no poder más tarde ni siquiera pasar por el pueblo. Hablándoles siempre, tratando de aquietarlos intenté abrirme paso por entre el montón. Conservaba mi mejor manera apostólica, pero estaba dispuesto a entrar a la escuela de todos modos. Extender yo el brazo para apartar a alguien que se había plantado enfrente, y echárseme encima las mujeres como furias, todo fue uno. Empezaron a zumbar las piedras. Una me rozó la frente. Las voces eran ya alaridos. Nájera esquivaba los golpes. El y yo sentíamos congoja por Ana María.
Súbitamente y a todo galope aparecieron Ernesto Prado y dos o tres de sus hombres. Alguien debió haberles dado cuenta de nuestro predicamento. Antes de que yo mismo supiera lo que pasaba, uno de los acompañantes de Prado blandía un garrote y propinaba golpes a diestra y siniestra. Ernesto, pistola en mano, apostrofaba a la multitud. Me abalancé sobre el garrotero y Nájera y yo defendimos de los golpes a quien tuvimos a nuestro alcance. Como bestia herida acobardada, doliente, aullando de miedo y de rabia, se barrió la gente, replegándose a la pared, escurriéndose por los callejones. Algunas mujeres, más valientes que los hombres, se quedaron .todavía cerca, llorosas pero amenazantes…
Había pasado la tormenta. Quedaba el gemido de las infelices mujeres que me partía el alma y su rabia impotente e inútil que me daba lastima. Prado mandó apresar a dos o tres hombres, para quienes en seguida le pedí la libertad. Yo sentía un horrible pesar de derrota.
¡Al fin entramos a la escuela! La paz mística de los rosales cuajados de flores, la claridad del sol sobre la fuente, el frescor de los corredores, ¡era tal contrasentido! Para estar allí, para ejercer aquel derecho tan simple e inocente que era inverosímil aun que a
alguien se le hubiera ocurrido discutirlo, habíamos corrido riesgo de muerte y había sido preciso agarrotear a infelices cuyo único crimen era la ignorancia. Hostilidad injusta la de estas pobres gentes. Desquite que se cebaba en los amigos por lo que no pudo en contra de los enemigos de verdad.
Hicimos a un lado la orden del día, para aconsejar a los profesores irse en seguida de casa en casa a calmar al vecindario, haciéndoles comprender la verdad de la situación. Había que restañar las lastimaduras, del espíritu más que del cuerpo, que sin querer les habíamos producido.
Pasada la trifulca, llegó todo azorado nuestro intrépido Insurgente. Habían sabido en Carapan del motín y a la carrera se vino a prestar auxilio con dos o tres agraristas que encontró al paso. Los otros seguían ya. En la Estación, Mendizábal, seguro de que al «acabar» con nosotros en Huáncito marcharían sobre ellos, se había sentido otra vez coronel zapatista y organizaba la defensa del curato. Cuando regresamos, cerca de las dos de la tarde, sabedor de que ya todo había pasado, fortalecidos los nervios con unos tragos de charanda, seguía en su puesto de general en jefe en las trincheras
De sobre mesa, repetido muchas veces el relato y bordando ahora sobre sus aspectos chuscos, Mendizábal aconsejaba gravemente tomar toda clase de precauciones porque «¡podrían venir a atacarnos esta noche!»
Semanas más tarde, cuando ya íbamos conociendo el terreno que pisábamos tuvimos datos para comprender que, a más de la ignorancia y la desconfianza de los indios, los incidentes de Huáncito y Carapan obedecieron a 1) falsas alarmas y consejos de los clericales de Purépero y Zamora y a 2) ciertas intriguillas de algunos «pradistas» en contra de la Estación.
Fuente: Revista Educación 2001, México, D.F., # 5, octubre de 1995, pp. 43-46.
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